Por Obed Betancourt

Jesús Dávila y su esposa Nora Rodríguez.
El temor a repetir el pasado es o debe ser suficiente motivo para estudiarlo. ¿Cómo lo hacemos? Eso ya es cuestión de preferencias. Esta noche tenemos con nosotros a un periodista que ha decidido entrevistar el pasado, no para recriminarlo, no para enjuiciarlo ni condenarlo porque no tuvo en su época los valores actuales, sino para que conteste algunas preguntas. Sabe que no hay nada tan lejano que no pueda señalarnos un nudo con el presente.
Buenas noches. Gracias por estar en la presentación del más reciente libro de Jesús Dávila, titulado: Enheduanna y Semíramis, auspiciado por el Proyecto de Periodismo Histórico, que dirige el Padre Pedro Rafael Ortiz.
Dávila nos trae nuevamente un ejercicio de periodismo histórico que comenzó con Foxardo 1824, un maravilloso relato que nos trae los motivos perdidos hace unas centurias de la posterior invasión y ocupación naval norteamericana de Vieques y las necesidades que se tuvo en el presente para sacar esa Marina de Guerra.
En su segundo libro se fue bastante lejos en la historia, a la época de los Vedas, los faraones y los griegos, para preguntar sobre Lenguaje, género e historia, y fuimos sorprendidos cuando nos reveló que eran asuntos bastante resueltos, aunque luego invisibilizados. De su pertinencia actual no voy a decir una palabra. Salta a la vista en el título.
Ahora se ha ido Jesús a hacer preguntas a un lugar que podría estar al borde del más allá, a la cultura sumeria, hasta ahora, la civilización más antigua de la que tengamos conocimiento, origen de la escritura, de la contabilidad, de la devoción personal a un solo dios. Para su segundo reportaje no se fue muy lejos de Sumeria, pero más cercana en el tiempo: a Babilonia.
Afortunadamente, Dávila controla muy bien el hilo de Ariadna y ha sabido regresar de ese laberinto que es la historia de la Humanidad, sin ser víctima del feo Minotauro del engaño, la ocultación y el prejuicio.
Dos reportajes extensos redactados con la prosa magnífica que lo define constituyen el libro. Apreciamos con lujo de detalles cómo un ser histórico y extraordinario, Enheduanna, una mujer libre y la más alta líder religiosa de su tiempo, encargada del tesoro nacional depositado en el templo, la primera persona autora-escritora-poeta de la civilización, la primer teólogo sobre el planeta, y que buscó y logró hacer justicia para todo su pueblo, al pasar de los tiempos poco nos fue quedando de su memoria, cuando debió quedar en el recuerdo como uno de esos espíritus que adelantó la lucha de la Humanidad por su libertad.
Muchos siglos después, en Babilonia, cobró más peso y realidad carnal que esta poeta y justiciera real, una reina mítica, hija de una diosa menor y un pastor: Semíramis. Fue la primera regicida y guerrera, se le adjudicó reinar el más grande de los imperios, invadir India y por eso la admiró Alejandro Magno. Fue la primera Viuda Negra conocida, general de un ejército de dos millones de soldados, creó las primeras fuerzas especiales, los pantalones que usó para ir a la guerra y los cinturones de castidad para que nadie se le acercara a su amante en palacio, y feminista. Sus increíbles hazañas militares y de ingeniería fueron reseñadas y repetidas a lo largo de los últimos 40 siglos por grandes autores, desde la remota antigüedad hasta la edad moderna.
Tanta realidad cobró esta mujer de leyenda que 25 siglos después de su “muerte”, fue acusada de genocidio y múltiples pecados por un discípulo del mismísimo San Agustín. Y en el siglo XX todavía se buscaba darle fundamento histórico a esa mujer inventada por la necesidad o la confusión.
Con eso se confirma una vez más la proclividad humana de creer más en los relatos fantásticos o fantasiosos que a los reales, aunque estos puedan ser grandiosos. Lo vemos a diario en los medios de comunicación. Lo cual plantea un problema para la credibilidad del periodismo. Pero ese problema no despista a Dávila. En su ejercicio de periodista histórico, y cito de su libro, “no busca la leyenda como tal, sino lo que esta revela sobre el pensamiento, el espíritu del pueblo que la produjo… lo que revela de la sociedad que la produjo”.
No podría seguir deshaciendo las costuras de este nuevo libro de Dávila sin desnudarlo totalmente y temo que algunos den por satisfecha su curiosidad. Es preferible provocar su lectura que hacer un resumen, que muy bien podría ser errado o correcto, pero definitivamente disuasivo, pues este libro descansa en parte en la sorpresiva y fascinante información que Dávila, como un enviado especial o corresponsal en el tiempo, nos trae de épocas remotas.
Y si con eso no fuese suficiente, Jesús nos hace además una gran ofrenda. En este libro aparece una traducción de un fragmento del sumerio al español, ensayada por el propio Jesús Dávila. Y tienen que leer esa traducción porque no es un fragmento cualquiera, sino uno tan vital que hasta el más famoso grupo de Rock de la historia lo cantaba y convirtió en su mayor éxito musical.
Al irse a entrevistar el pasado, puestos los tenis y cargada su mochila con preguntas del presente, las respuestas que consigue nos pueden ayudar a explicar algunos problemas actuales que tal vez sean más viejos de lo que imaginamos, sin que eso implique necesariamente una relación determinista.
Permítanme enumerar algunos asuntos que en su largo preguntar ha visto Jesús, y que para estos momentos de insoportable moralismo sorprendería que hayan sido tratados y hasta resueltos en épocas remotas: destacado papel participativo de la mujer en la sociedad, feminismo, maternidad subrogada, colectivismo o socialismo democrático y justicia social, códigos de convivencia, formación de una nación, problemas del desarrollo urbano, establecimiento de cortes de distrito y de apelaciones, desarrollo del militarismo, el imperio y la tiranía, signos de la caída de sociedades e imperios, el inicio de la escritura y de la organización y preservación de la cultura. Son sólo algunos de sus encuentros.
Estoy seguro de que también les interesará ver algunas coincidencias entre los mitos fundadores de Sumeria y del pueblo hebreo y el origen de “Let it Be”.
No olvidemos lo que nos dice el Ecclesiastés, “¿Qué es lo que fue? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo que se hará. Nada nuevo hay debajo del sol”.

Obed Betancourt
Habla Dávila de aquellas cosas que nos precedieron y creo que cumplen los criterios para que queden inscritos en el “libro de las memorias de las cosas de los tiempos”, como se recomienda en el libro bíblico de Esther. Por eso los sumerios inventaron la escritura. Por cierto, una escritura sin género gramatical.
Sin embargo, “la recompensa histórica para los sumerios por haber sido pioneros de logros extraordinarios no fue la fama, sino el olvido”, cita Dávila a un historiador.
¿Y porqué es importante que las cosas queden en la memoria? El ensayista Nuccio Ordine da una respuesta práctica. Nos dice: “Una sociedad desmemoriada, que no tiene relación con su pasado, es una sociedad que no tiene futuro ni tendrá democracia, porque la memoria es fundamental para comprender el presente y prever el porvenir”. Y añade que la ignorancia es una amenaza a la libertad.
Una conocida autora temió que un libro suyo de 1951 en el que trazó los orígenes del totalitarismo, quedase olvidado. La filósofa Hannah Arendt “temía por el futuro” (Anne Aplebaum).
Muchas veces, “el mundo de ayer” (que es el título de una obra de Stewfan Zweig) es el mundo de hoy o el de mañana. Y así como el futuro ya vive en nuestro presente, tal vez indetectado, el pasado también lo está. Esas son ideas centrales que también enmarcan los libros de periodismo histórico de Dávila.
A esos reflejos deben estar atentos los cronistas. Deben arrojar luz sobre aquellos hechos que prefiguran la caída, los signos de los tiempos.
Nos recuerda Dávila que “ver cómo los seres humanos del pasado caminaron por caminos que nosotros recorremos hoy, puede ser un buen espejo para entender algunas cosas importantes”. Nos dice que “podría ser de gran utilidad para diagnosticar cosas que nos han pasado” en el presente y “anticipar o tal vez hasta prevenir algunos males para nuestra sociedad”.
Les doy un ejemplo: el “síndrome de Weimar”. Este es un concepto de Max Scheler (El resentimiento en la moral) indicativo de aquellas “humillaciones del pasado” convertidas en acciones políticas. Los signos de la humillación alemana después del Tratado de Versalles (1919) no fueron advertidas hasta que surgió la II Guerra Mundial.
Dávila sabe perfectamente, y así lo dice, que un evento que se informa en el presente se gestó “antes de manifestarse” y que “algunas de las respuestas a preguntas que nos hacemos hoy se encuentran muy lejos en el tiempo”. Nos da el autor una clase magistral de contexto y trasfondo periodístico.
¿Cómo sé si un problema es nuevo y cómo puedo darle solución si no sé si es un antiguo problema al que se le dio algún tipo de solución o la solución que se le dio no funcionó?
Por supuesto, sé que a esta audiencia educada no hay que convencerla de la necesidad de conocer el pasado. Pero el Viet Nam de Estados Unidos en los 60 fue el Afganistán de la Unión Soviética en los 80, y salvando las diferencias, como lo había sido India para el Reino Unido en los 40. Hay esa tendencia maldita a repetir los errores que o bien puede ser por falta de conocimiento o prepotencia de intereses.
Hasta muy recientemente, el ayer era objeto de estudio exclusivo del historiador. Luego los escritores de ficción han creado novelas históricas que, a base de datos confiables y suplementadas con personas y situaciones ficticias, nos han permitido recrear la vida cotidiana en esas épocas.
Más recientemente tenemos al periodismo histórico como una aportación adicional para, y cito del libro de Dávila, “entender mejor los temas, [y] problemas, del presente”. Una entrevista al pasado podría contestarnos asuntos que inclusive en el presente no se han respondido adecuadamente o de ninguna manera. Sin duda, vivir de cara al futuro exige de nosotros conocer lo que nos ha dicho el pasado.
Contrario a las sorpresas que les causa la conducta humana y nos traen a diario los medios de comunicación, la verdad es que es larga y conocida la “condición humana”. Terencio dijo: “Nada humano me es ajeno” o extraño, pues reconoce sus virtudes y defectos. Lo dijo en el siglo II y todavía nos cuesta reconocer esa condición. Tal vez, no conocer la condición humana, no haberla estudiado suficientemente u olvidarla, produce notas periodísticas cuya acumulación de sorpresas abruma.
¿Acaso no ha lidiado la Humanidad, de muchas maneras, con su condición humana desde el principio de los tiempos? Si alguna cualidad tuvieron los sumerios y babilonios es que se creían capaces de “civilizar” a los pueblos salvajes, particularmente a los que los invadían. Porque educar no sólo civiliza al que se educa, sino que humaniza al educador, según consta en este libro.
Sé que no es muy popular en estos días conocer el pasado, ni siquiera conocer el pasado inmediato, digamos, de hace una generación o hasta de hace sólo un lustro…. la verdad es que querer conocer no es algo que esté de moda y menos es un propósito necesario.
Por eso, se reportan cosas como si nunca hubiesen ocurrido. Y así, se repite un pasado que se desconoce. Y aunque ya ocurría en los medios modernos de comunicación, no es hasta la aparición de las redes sociales que al fin fue doblegado su principio único de buscar la verdad. Ahora los medios, presionados por las redes, reproducen opiniones.
Sé que estoy generalizando, mas no exagerando. A los medios (ni hablar de la gente que opina en las redes sociales) todo les parece nuevo, reciente y a cada problema se le encuentran nuevas soluciones que tampoco sirvieron en el pasado. Con eso quiero destacar la necesidad de entrevistar el pasado sobre asuntos que hoy día nos atañen.
Les doy par de ejemplos.
En el 1975, varias historias del periódico El Mundo se llevaron los premios de investigación y de reportaje de fondo del Overseas Press Club. El investigativo se tituló “Puerto Rico se hunde en la basura”, el segundo denunciaba la alta dependencia del petróleo. Eso fue exactamente hace 48 años.
En el año 1990, El Mundo publicó una historia que denunciaba que hasta el 60% del agua producida por la Autoridad de Acueductos y Alcantarillados se perdía en las tuberías y no llegaban a su destino. Hace pocos años el dato fue portada de un periódico principal.
En este momento, son todavía tres de los problemas más acuciantes de Puerto Rico. No sabemos qué pasó desde su primera denuncia vez hasta el día de hoy. Sólo se ha repetido como si fuese reciente.
Para el periodismo es importante conocer los antecedentes de los eventos posteriores porque perpetúa el pasado quien lo desconoce, el presentismo perpetúa el pasado y así hacemos de la información un círculo de repetición de lo mismo, sin llegar a ningún destino que no sea el alarmismo continuo y la incesante desgracia del pueblo. Avanzar, en periodismo, es contextualizar, profundizar, e intentar resultados edificantes, con todo lo mal que me sabe este último adjetivo.
Y eso es una gran ironía, pues el periodismo se insertó hace mucho tiempo como un agente de cambio. Pero, en estos días, ¿lo es realmente? Tengo mis dudas. Olvidar el pasado es deshonrar lo hecho, dicho y pensado por nuestros congéneres, su pensamiento, la obra sobre la cual edificamos el presente. Resulta demasiado evidente como para tener que afirmarlo nuevamente.
Un periodista no puede estar alienado de sus circunstancias: las pasadas que nos colocaron en nuestra actual situación y las presentes en las que vive, dadas por las pasadas. Porque, ¿de qué otra manera puede proyectar el futuro? No olvidemos a Andrè Gorz cuando dice: “Para adherirme al proceso, es necesario que yo pueda reconocer mis propios fines en su finalidad objetiva” (Historia y enajenación). Al periodista no le es permitido desviarse de su misión, por muy duras que les coloquen las circunstancias, incluso la defenestración. Debe reconocer la naturaleza de su trabajo, su “vocación moral”, y aceptar las consecuencias, no declinarlas.
Sin embargo, ese tipo de alienación tiene buen mercado. Gran parte del país consume a diario esta información que se complace en repetirse y, aunque haya críticas de sectores mejor calificados, no ha variado durante décadas. Es decir, las mesas de redacción creen que es rentable.
Pero no lo es. El costo por el dramatismo de lo cotidiano repetido y la pobreza informativa es alto: una sociedad enajenada que toma decisiones basadas en noticias saturadas de matojo que ocultan otros caminos disponibles; una sociedad incapaz de enriquecerse con información pertinente y que ha perdido a muchos de sus agentes de cambio en las pasarelas.
Puerto Rico está tan “enfermo de realismo” (que es una frase del fallecido escritor Marcelo Cohen), la sociedad puertorriqueña está tan necesitada de exagerar lo cotidiano, que cree acríticamente cualquier cosa que se publique, incluso cualquier comentario infundado a través de las redes sociales.
Como dijera al principio de estos comentarios, estamos proclives a creer más en leyendas tremendistas que en realidades que pueden ayudar a limar la condición humana, entendida provisionalmente para propósitos de esta conferencia como el conjunto de cosas de la que somos capaces de ser y hacer, muchas de ellas muy terribles.
Y cuando la prensa invoca principios ajenos a esa condición humana –principios como la transparencia más absoluta, la pureza más absoluta, la exigencia de una conducta tan intachable como imposible, talibana, como si fuera posible alcanzarla, entonces he terminado por creer que es por causa de lo que Dávila llama en el anejo del libro “las ignorancias acumuladas”, sin referirse específicamente al problema que planteo, sino más bien al problema del periodismo de no proveer el contexto necesario para la comprensión de lo que se informa. Pero la frase es afortunada porque describe el estado de situación de la desinformación y otra posible causa.
En contraste, Dávila plantea cómo en el Siglo XVI una de las figuras de este libro, Semíramis, fue enjuiciada tomando en cuenta la compleja naturaleza humana, pasando balance entre sus virtudes y sus deficiencias, sin condenarla por no haber sido una santa. Ese juicio “juicioso” es impensable en estos días maniqueos. Lamentablemente, el objeto de su análisis sólo era una leyenda que durante miles de años insistió en quedarse en el mundo de los mortales.
También me asusta creer, a fuerza de sustituir lo real de la condición humana por un moralismo de muy estrecha factura, que los medios de comunicación se hayan convertido en una nueva Santa Inquisición, con el agravante de torturar y quemar a sus víctimas en la hoguera virtual y viral de sus redes sociales, en una extraña alianza con el pasado y tan asistido Coliseo Romano.
Igual de preocupante es que los medios de comunicación crean ser “la conciencia de su tiempo”, o peor, que pretendan representar o hablar a nombre del pueblo, que habla por voz de ellos. Más bien, en todo caso, serían el espejo de su enajenación, no la vanguardia consciente, necesaria.
He provisto este contexto incitado por las propias palabras de Dávila, de que el contexto, así como el trasfondo “han demostrado su utilidad (…) para el progreso de los conocimientos que atesoran las sociedades”.
Y es precisamente en este contexto que resaltan aportaciones como el libro de Dávila. No responde al chisme noticioso ni a la nota intrascendente. Y menos a un programa político, reducido y reduccionista que le haya sido trazado.
Cada libro de periodismo histórico, y cada libro de periodismo investigativo, de crónicas o literario que surja y pretenda ejercer su función crítica, de seguro enfrentará el desafío “para escapar a la capacidad de la cultura para silenciar su protesta”. (Martin Jay, La imaginación dialéctica: una historia de la Escuela de Frankfurt). Por eso es que los periodistas deben afirmarse necesariamente como agentes de cambio y no ceder a la tentación del “facilismo” y el rebajamiento de su misión.
No pueden permitir convertirse en entretenedores cuyo material de entretenimiento es la información, así como los chistes son al comediante y la torpeza al payaso.

Reverenda Eunice Santana
Hemos visto, todos ustedes han visto, el abismo entre lo que el periodismo cree que está haciendo y la realidad de lo que hace. Y en este punto me permito exponer una sencilla sugerencia de Dávila a los periodistas: “reflexionemos sobre el origen de las palabras que usamos”. Aunque aquí se esconde algo más.
No pide que seamos lingüistas o filólogos, si bien, alguna indicación en esa dirección nos puede ayudar a seleccionar las palabras correctas. Cuando un editor permite que las historias de sus reporteros comiencen una y otra vez con las palabras “a pesar de”, cuando en realidad debió escribir la conjunción “aunque”, entonces es cierto que se debe regresar al salón de gramática española. Aunque a veces creo que hay una intencionalidad malsana de poner en aprietos al entrevistado, así como muchas veces el periodista, al lograr algún tipo de comentario del entrevistado, dice que “confesó”, “admitió”, cuando posiblemente sólo “informó”. Confiesan los pecadores y los culpables. El lenguaje religioso ha percolado en una institución secular, como evidencia peligrosa de los signos de estos tiempos.
No tengo problemas en hacerme eco de aquella frase publicitaria divulgada a través de algunos medios de comunicación, que señala: “lenguaje defectuoso, pensamiento defectuoso”. ¿Cómo puede un periodista representar adecuadamente la realidad si no maneja con eficacia el instrumento que le posibilita transmitirlo? ¿Cómo puede hacerlo, además, si desconoce con cierta suficiencia los hechos que giran alrededor de lo que intenta divulgar?
Los sumerios inventaron la escritura a modo de preservación y transmisión de su cultura. Dávila incluye en el libro toda la mitología fundacional de la herramienta más creativa y necesaria de la Humanidad. Los periodistas que hemos asumido la responsabilidad social y moral de lograr que esa representación que hagamos de la realidad sea una reconstrucción lo más adecuada posible de lo que pretendemos transmitir, debemos honrar día a día ese acontecimiento sin el cual sólo seríamos una monada.
Pero temo que cada día el periodismo se reduce a adiestrarse más en el manejo de los recursos tecnológicos que lograr el conocimiento y manejo de los contenidos necesarios para exponer una buena y certera historia. Y es frente a esa descolocación formal y sustantiva que libros de periodismo histórico como los de Dávila permiten conservar la confianza en el periodismo como fuente veraz de información e instrumento de cambio.
Más que muchos medios, posiblemente lo que se necesite son medios con más amplias cavidades, donde encuentren espacio “historias dignas de ser contadas”, como es el decir de Jesús Dávila.
Podríamos decir también de este libro, para finalizar, que es el resultado de un minero insistente que muy profundo en la caverna ve un brillo diminuto y busca confirmar si se trata de una veta de oro, una luz que se cuela o una ilusión.
Es un minero que no confunde las sombras que habitan la caverna con la realidad de la que son reflejo. Y como buen minero, hacia esa realidad dirige su exploración. Es decir, hacia la luz, que es la fuente que ilumina el conocimiento.
Muchas gracias.
* Lectura preparada de presentación del libro Enheduanna y Semíramis, del periodista Jesús Dávila, en la librería Casa Norberto, en San Juan, el 24 de febrero de 2023. Para la ocasión se leyó una versión abreviada.