Jóvenes afortunados conduciendo

Por Obed Betancourt

Llegamos un poco tarde a las montañas de Toro Negro, en Villalba, y más que la oscuridad casi absoluta, fue el inútil flashlight y mi torpe habilidad lo que impidieron que montara una simple caseta de campaña para pasar la noche mirando las estrellas en un campo que, si tenía dueño, nadie nos dijo nada. Hoy le llaman trespassing y hay quien es capaz de soplar varios tiros al intruso para que se vaya, distinto a los años ’70 y ’80 iniciados, más lenientes y acostumbrados a jóvenes con pinta de hippies, siempre sospechosos de marihuaneros, con barbas y pelos colgantes, camisetas y mahones, espejuelos redondos y chancletas de Ghandi o alpargatas (los muchachos, por supuesto), y las muchachas con ese pelo esgreñao alérgico a cualquier peinilla (tan bonitas que se veían, como acabaditas de despertar, aunque ya fuese la tarde) y con la misma vestimenta que el muchacho. Había que verlos de frente para diferenciarlos aunque, en algunos casos, ni eso.

Nos sentíamos afortunados mi joven amiga y yo de esa oportunidad tan escasa como nuestros bolsillos de salir del caluroso San Juan y disfrutar del frío montañoso casi tan denso como el líquido Vel. Si bien solíamos comer saludable, particularmente porque las cebollas, las viandas y las sardinas eran baratas (todavía las compro), para la ocasión nos surtimos de cuanto snack dañino y mata hambre conseguimos en el supermercado y unos cuantos refrescos… Coca-Cola, por supuesto, la maldita Pepsi ha sido siempre demasiado dulzona y nunca ha tenido la misma cantidad de burbujitas capaces de llenarte la boca de diminutas explosiones de aire.

Llenar el vacío emocional que causa San Juan, aparte de la pelambrera y la batalla diaria para al menos sobrevivir mal, su calor húmedo y mi nostalgia por los campos de Cayey eran buenos motivos para darnos el viajecito, arriesgado porque iba en un Volky que en más de una ocasión me había dejado a pie al partirse un alambrito de cinco pesos (el del acelerador que conecta al motor. Un amigo, Wiwa, a cuyo taller iban todos los Volkys de Caguas, me dijo que siempre tuviera uno extra en la guantera.). Éramos jóvenes afortunados, reconozco.

Al no lograr montar la caseta, estacionamos en un pequeño desvío de la carretera, pavimentada y en pendiente, pusimos una camita inflable sobre ese desvío y más el cansancio que otros deseos nos hizo dormir, bien cobijados con una manta gruesa. Nuestras cabezas, como debe ser, en dirección hacia el norte. Díganme si no era linda la escena.

Luego de algunas horas de sueño, lamentablemente, nos levantamos empapados en agua, que se deslizaba por esa pendiente como un río y desde el techo de aire. Se había nublado el cielo mientras dormíamos y juro que pensé que todo eso había sido a propósito o que los dioses indios jugaban con nosotros. El aguacero torrencial caía sin mínima misericordia sobre nosotros, que sólo buscábamos pisar tierra firme con los pies descalzos, hoy tan de moda, le llaman grounding o earthing, y absorber la energía de nuestra madre naturaleza. Es decir, recargar la batería corporal.

Ni modo, había que recoger bajo la lluvia. Levantar aquella manta fue tarea difícil para dos, ni pensar en exprimirla, y desinflar el colchón nos tomó más tiempo que inflarlo. Eso, por supuesto, no le importó a la madre naturaleza, que seguía precipitando su carcajada salivosa sobre nosotros. Tampoco nos fue posible dormir en el Volky, por pequeño e incómodo.

La única opción fue largarnos como llegamos, pero más cansados, frustrados y empapados. De todos modos, comenzamos bajando aquella cuesta pendientes a si paraba la lluvia o veíamos algún rinconcito protegido donde pudiéramos estacionar y tirarnos a dormir un rato. Pero fue peor.

De momento al Volky se le pegó la bocina, vulgar como la de todos esos modelos viejos, y podíamos asegurar que al mismo Juracán le rompíamos los tímpanos. Sólo imagínense el cuadro sonoro a esa hora de la madrugada. El eco de ese escándalo sin duda llegaba desde esas montañas hasta Ponce y llegamos a dejar una estela de casas prendiendo las luces a nuestro paso en aquella madrugada oscura y lluviosa. ¿Qué hacer? Esa es la pregunta.

Luego de bajar bastante la montaña y recibir la maldición de muchos trabajadores despertados a deshora -estoy seguro de ello porque yo hubiera hecho lo mismo y a saber si alguno pensó en ir tras de nosotros para cobrárnoslo en sangre- decido detener el Volky y quitarle la batería al carro, no sin antes mirar si nos seguía alguna de esas buenas personas a la que se le pudo haber metido el diablo pr dentro.

Fue cuando descubrí que mientras un auto está prendido no se apaga si le quitas la batería. Vaya, vaya. Resuelto el problema, queda ver entonces cuándo llegamos a Ponce (no existía todavía la fallida carretera #10, de la que tengo otra historia, por cierto, pero no es ético mezclar dos ex o tres en una misma memoria) y regresar a San Juan por el expreso 52.

Lamentablemente, no sé si a causa de quitarle la batería al Volky o por algo nuevo, nos quedamos sin frenos mientras bajábamos en esa carretera con pavimento mojado. Ahora sí que esto se jodió, pensé. Desde Toro Negro había puesto el Volky en segunda, así que bajábamos con cierta lentitud. Pero sin frenos era peligroso ir en segunda. Por más que intenté tirar la primera, para ralentizar más aún la marcha, no la cogía. Yo nunca escloché los cinco carros de cambio manual (standard) que tuve en mi vida, aunque este era apenas el segundo, el ultimo de ellos fue un Eclipse al que trepé a las 100 MPH para no llegar tarde a un juicio que debía cubrir en Arecibo. Mi primer carro fue también un Volky. Fui ensayando muchas veces empujar el cloche al mismo tiempo que el cambio y nada, no lograba sincronizarlo, sólo el rugido angustioso de los hierros que chocan. crhsrrncrhscrhs.

Sabía que el problema era yo. Iba nervioso, por supuesto, preocupado por mi acompañante, cansado y encojonado. Todas esas emociones a la vez forman un coctél que impide pensar, escuchar y coordinar el movimiento de mano y pie. Ahora sí que de verdad esto se jodió. Las curvas no cesaban, la oscuridad no tenía fin, los faros no eran los mejores y la carretera estaba mojada. La verdad, iba asustado.

No recuerdo en qué momento camino a Ponce, aún la madrugada seguía como boca de lobo, pero la carretera ya era plana y con algunas rectas más largas, así que podría intentar maniobrar a la orilla, apagar el carro y esperar ayuda. El problema es que apenas teníamos dinero y no podíamos contratar una grúa. Tenía que seguir arriesgando. Por suerte, más adelante apareció una estación de gasolina y nos detuvimos a esperar que abriese a las 7:00 de la mañana. Silencio en la pareja, no había porqué decir nada. Todo era evidente.

Aún mojados, con hambre, sin haber descansado y más tensos que la cuerda de un violin, logramos conmover al dependiente que despachaba gasolina (sí, todavía existían) para que revisara el carro. De los frenos me dio una explicación que aún sigo sin entender. De la bocina, al ponerle la batería, no se escuchó nunca más, se había dañado. Aquél había sido su canto de cisne antes de morir. Sí, creo que fuimos jóvenes afortunados.

Para no seguir aburriéndoles, no les conté la vez que salimos, con esta misma amiga, de celebrar la última medianoche del año con una pareja muy amiga en Caguas, y de camino a San Juan se dañó el palo de dirección del Volky, así que íbamos del carril de la derecha al de la izquierda en menos nada y sin que yo se lo propusiera ni pudiera detenerlo. Así estuvimos como cinco minutos, y sin que uno solo de los carros que teníamos detrás quisiese adelantarnos. ¡Borrachos! habrán pensado. Pero de eso nada y era lo que menos me preocupaba. Por uno de esas cosas que llaman milagros, aunque tengan explicaciones muy científicas, el palo cayó en tiempo, en su sitio o a saber dónde y logramos regresar sin otro rasguño más que el de dos rostros marcados por el estado de shock.

El problema real que tuve en aquella época es que no tenía licencia de conducir, la que saqué después de comprar mi cuarto carro. Y con la pinta de hippie que tenía en aquella época siempre agradecí que no hubiera un sólo policía que me detuviese, lo que era tan normal como ilegal.

Tuve suerte con tanta irresponsabilidad. Pero no voy a juzgar mi pasado con mis valores del presente. Me acuerdo que una tarde le dije a un buen amigo que tendría que comprarme un carrito porque estaba cansado de levantarme a las 4:30 de la mañana para tomar una guagua en Río Piedras e ir a un trabajo part-time de ayudante de bibliotecario en un colegio ténico de Caguas.

-No hay problemas, te vendo mi Volky. Pásate por aquí (a Caguas, donde vivía) y te lo llevas-, me dijo.

-Pero no sé guiar-, le respondí.

-Yo te enseño. Ven este domingo al estacionamiento del parque Solá Morales [el estadio del equipo de pelota de los Criollos de Caguas].

Ese domingo monté el Volky, modelo 1971, con cambios de colores en la carrocería como estaciones del año, por no más de una hora. Le di $400 y me lo llevé a mi casa en Río Piedras. No iba aterrorizado porque estaba muy ocupado prendiendo el carro nuevamente cada vez que le metía el cloche pero no el cambio o la gasolina, o lo contrario. Obviamente, en aquella hora sólo había aprendido a prenderlo y apagarlo y dar vueltas en un estacionamiento vacío con demasiados sustos para ambos, que si él no amenazaba con bajarse fue para no echar a perder el negocio.

Al otro día, envalentonado o por olvidar el sufrimiento del día anterior, me fui en el Volky al trabajo y de camino decidí dejarlo en casa de mis padres porque no tenía idea de cómo se estaciona. ¿Y si tuviese que darle para atrás (que no había practicado todavía) y para adelante, medir el espacio, meter el maldito cloche sin que se apagara, y todo eso frente a estudiantes y empleados de ese triste colegio que terminó en bancarrota y acusado su dueño de fraude?

Para llegar a la casa de mis padres debo tomar una calle a la derecha que está dividida del otro carril por una isleta rodeada de un muro de dos pies de alto. El problema fue que al estar tan entretenido metiendo el cloche y sacando el pie del pedal de la gasolina para bajar de tercera a segunda me olvidé de girar suficientemente el guía a la derecha. Así que, aún en tercera y a demasiada velocidad, porque también se me olvidó aplicar el freno, el Volky le pasó por encima a la isleta, se me explotaron las dos gomas delanteras, se torcieron los aros pero se me hizo el milagro de pasar entremedio de dos árboles muy crecidos que nunca había visto en toda mi vida.

Nunca se apagó, bendito sean los Volky, pero llegó malito el pobre a la casa de mis padres, donde lo dejé y cogí una pisicorre hacia Caguas downtown, al trabajo, ya luego bregaría. Nada mal para mi primer día oficial como empleado que va a cumplir con su trabajo conduciendo su propio carro.  Ahí estuvo varado toda esa semana el Volky, mientras yo volvía a levantarme a las 4:30 de la mañana para tomar una guagua a Caguas para ir al trabajo y con 400 pesos menos en el bolsillo.

Al menos tenía mi carrito… aunque tampoco me acuerdo haber hecho ese ni otros traspasos. Este es el mismo amigo que me vendió el segundo Volky, modelo 1973. ¡Ah!, y el tercer auto, un Honda Prelude modelo 1980, porque se iba a Alemania a hacer el doctorado. Buen carro, pero no para cubrir el huracán Hugo en su entrada por Humacao en 1989, acompañado del fotógrafo que estaba en los 6’ 3” y apenas cabía en el carro. Recuerdo que tenía que agarrarlo de la cintura para que él sacara su torso por la ventana y tomara fotos de la devastación, de otro modo el fuerte viento se lo hubiera llevado, como casi se lleva el Honda en par de ocasiones. Bajarse a tomar fotos era la peor opción, podía aparecer un pedazo de zinc volador y degollarlo. Ese mismo año me compró el carro.

Compré un Shadow, de la Chrysler, azul añil y muy gracioso. Mi primer auto de paquete. Y mientras lo compraba un sábado en el dealer de la Avenida Kennedy, casualmente al hermano de un amigo de mi infancia, me llaman del periódico El Mundo para que fuera a Corozal a cubrir un asesinato. Mi amigo el vendedor, al que le decían Toyota, me confió el carro con el compromiso de caballeros de que lo compraría y regresaría el lunes para cerrar el trato. El carro también era standard pero, como el Prelude, tenía transmisión sincronizada.

Me reporté al cuartel, aún sin haber firmado los papeles de compra del carro, hice mi tarea y allí mismo lo dejé hasta el lunes siguiente porque nunca pude sacarle la llave del starter. Había que apretar un botón escondido debajo del starter, lo que Toyota no llegó a decirme antes de salir a Corozal.

Del Eclipse, con cinco palante, tal vez no deba decir que camino a cubrir un juicio en Ponce me barrí en el expreso y estuve girando con una conciencia sobre lo que debía hacer para no volcarme que aún me sorprende. Ese día descubrí que podía ser tan frío y racional para lograr un propósito como un matón profesional. Llegué inclusive a mirar por el retrovisor para advertir la presencia de algún valiente o desesperado por llegar a su destino que quisiera rebasar a un auto que giraba enloquecido en pleno expreso. Luego de estrellarme con conciencia contra la varanda a la izquierda, se apagó el carro deportivo, rojo, como anticipo a la crisis de la mediana edad. Lo prendí, respondió, y seguí mi camino al tribunal, aunque con la puerta izquierda en muy malas condiciones y ahora temblando, no el carro, sino yo.

Como dije, éramos jóvenes afortunados.

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