BAILANDO CON EL DIABLO*

Por Obed Betancourt

Junto a tres investigadores de la División de Investigaciones Editoriales de El Vocero, llegué cerca de las 11:00 de la noche a pisar finalmente la emplanada de un monte en Guayama al que nos había sido difícil acceder. Perdidos, confundidos, sin conocer la zona o una dirección mal dada con todo propósito y a pie. No sabíamos en el momento en que partimos de San Juan, aunque era una posibilidad que habíamos manejado, lo que no tardaría en revelarse.  Lo único que sabíamos con certeza es que podíamos estar equivocados.

Habíamos debatido con fuerza si acudir a la cita o no. Yo, más arrojado, definitivamente por tener menos experiencia con criminales que mis compañeros de trabajo, todos ex oficiales de ley y orden, o por ser menos consciente del peligro o por mera arrogancia o amor al peligro y suicida, insistía en acudir a entrevistar una fuente que un contacto nos prometió traer consigo y que podría ponerle el tapón a la investigación que durante meses llevábamos a cabo sobre las relaciones del narcotráfico en el área sur con altos niveles policíacos y políticos locales. Éramos cuatro y dos se oponían a ir. El compañero que me apoyaba había conseguido el contacto y la entrevista. El que con más fuerza se oponía decía conocer también ese contacto y no le era nada fiable. Nada conocíamos de la persona que entrevistaríamos.

La reunión con el contacto y la fuente que supuestamente tenía propio y personal conocimiento de la red de narcotraficantes en esa zona había sido hecha a última hora. Yo estaba por comenzar la publicación y necesitaba reconfirmar datos y agregar, por qué no, otro testigo a mi lista y posiblemente surgiera una nota adicional a la serie. Supuestamente, formaba parte de la organización de narcos y había accedido a dar cierta información, bajo condición de anonimato, por supuesto, que vinculaba a funcionarios de la policía con ellos. Queríamos saber si eran los mismos policías de los que ya teníamos información o había otros adicionales. Sería fácil determinar si mentía o no dada la gran cantidad de información que manejábamos, y porque su lazarillo era conocido por dos de mis investigadores. No era alguien que apareció de la nada. El problema siempre fue el grado de certidumbre que podría tener sobre lo que investigábamos. A su favor pesaba que era del área y que había sido, brevemente, policía.

Al final del día, escribí 65 artículos sobre el tema. Es decir, durante poco más de tres meses la serie fue publicaba entre lunes y viernes, para pesar y aburrimiento de la sala de redacción, que ya hacía chistes sobre su largueza, llamándole “longaniza”. No sé si habremos establecido un récord Guinness como la serie periodística investigativa más larga en el mundo, pero sé que la circulación del periódico durante ese tiempo aumentó considerablemente en la zona y, según amigos, la gente esperaba cada mañana el periódico, que sólo circulaba en puestos y kioscos, no se distribuía en las residencias. Para esa época en que El Vocero era de nota roja, el ingreso provenía primordialmente de las ventas del diario, y no tanto de los anuncios. El Vocero llegó a tirar 300,000 ejemplares.

El largo camino hacia la meseta había sido dificultoso, sinuoso, ni siquiera mi crianza como cabra suelta en los campos de Cayey me había preparado lo suficiente. A esa corta edad, las noches se pasaban en el balcón más que en los montes, que ni siquiera se veían, sólo los escuchábamos. Luego nos dimos cuenta de que, casi paralelo a nosotros, había un camino para subir. Nada. Errores que cuestan vidas si estuviésemos en guerra. Tomamos nota para bajar por ese camino al terminar.

La noche, sábado, era cerrada y al llegar al lugar nos dimos cuenta de que el lugar se prestaba magníficamente para una emboscada. Nos habían citado a una especie de cancha de baloncesto rústica con espesa vegetación alrededor. Los investigadores se colocaron en posiciones estratégicas en prevención de un posible ataque. Yo estaba como cabra suelta por el estrecho lugar, alterándole los nervios a mis compañeros, quienes me hacían señas de todo tipo y muy discretas para que me relajara. Esperábamos a nuestro contacto, que debía traer al narco.

Rayando la medianoche, luego de una hora de espera con mucha tensión y miedo, nadie aparecía y la suspicacia se fue apoderando del grupo, por razones obvias. El enlace nos había reiterado por teléfono en ese transcurso que llegarían. Al menos eso creímos, pues la comunicación, cuando no imposible, se entrecortaba. Pero, en vez, a las doce en punto de la medianoche sonaron tres tiros, corridos, hacia la cancha. No había confusión alguna. Mis investigadores han estado involucrados en más de un tiroteo y sólo gritaron ¡al suelo! a coro. Sacaron sus armas y, en el piso de la cancha, esperamos. No hubo más tiros.

No fuimos a averiguar quién nos tiroteó. Respondimos a algún comando de alguno y salimos corriendo apresuradamente por el camino descubierto hacia el vehículo que abajo nos esperaba. Algunas ramas imprevistas nos azotaron los rostros, por algún resbalón alguno cayó de culo, braceábamos para apartar ramas imaginadas, las armas seguían en sus manos. Al llegar se tomaron las precauciones antes de montarnos en el carro y nos marchamos a gran velocidad.

El trayecto de regreso no fue fácil. Fue de un nerviosismo estrangulador. Tomamos la autopista de Guayama, que debía ser el lugar perfecto para que los atacantes nos tirotearan de carro a carro, hacia el expreso 52 que nos conduciría hacia San Juan. Recién conocíamos la historia de esa autopista. Durante su construcción, nos dijo un expolicía corrupto, era utilizado por los narcos para aterrizar aviones cargados de drogas desde Colombia. Lo sabía porque él mismo era quien daba las instrucciones. Montaba un cerco policial con policías corruptos de esa área y daba la señal de bajada al avión.

Ya uno de los investigadores y yo, alrededor de un mes antes, habíamos sido tiroteados en Guayama. Nos encontrábamos haciendo entrevistas cuando, yendo de una entrevista a otra, dos balas se deslizaron por el bonete del vehículo. El investigador, un exagente encubierto de Inteligencia, excapitán de una división de drogas y de los mejores sabuesos y valientes detectives que he conocido en mi vida, me gritó ¡métete debajo del dash! y salió en estampida, agachando él, sólo un poco, su cabeza. Afortunadamente, era también el mejor conductor de carros a alta velocidad que he conocido.

No hubo grandes discusiones entre nosotros sobre el incidente en el monte. Sabíamos a lo que nos enfrentábamos. Y conocían el incidente previo. Tampoco fue la primera vez, y sabíamos que, posiblemente, no sería la última. Para ellos era rutina, si le sumamos sus años en la Fuerza. Por otras razones, tampoco era novedoso para mí.

Días más tarde comenzaría a publicar la serie sobre los vínculos entre narcos, policías y políticos en esa región, considerada por mucho tiempo el puerto de la droga. Desde el famoso y poco conocido siglo XVII en Puerto Rico, cuando fuimos olvidados por la metrópoli española, entonces en franca decadencia, y sus cronistas, y el situado mexicano (el equivalente a los actuales fondos federales) no llegaba porque los barcos eran saqueados por piratas o se desviaban a otras colonias españolas o los huracanes los hacían naufragar, la Isla vivía del contrabando. Y toda la franja costera de Guayama y su vecina Salinas fueron los puertos naturales para ese contrabando. De otra manera, la muerte hubiese sido inminente para toda la Isla, ya muerta de hambre.

Si tuvieron los disparos la intención de asesinarnos, o fueron sencillamente un mensaje de cortesía para disuadir la investigación, nunca lo supimos. Tampoco es que nos interesara mucho. Las verdaderas presiones comenzaron cuando iniciamos la publicación de la serie. Llamadas amenazantes, amenazas de demandas, vehículos desconocidos rondando mi hogar, me obligaron a cambiar mi rutina, requerir escolta (privada).

En otra serie contra narcos, esta vez, de Caguas, tuvieron que esconderme junto a mi familia unas cuantas semanas en un resort, de muy buen gusto, por cierto, para evitar ser asesinado. Sabían donde vivía y rondaban el área. Y en otra ocasión, policías corruptos mencionados en otra serie que se publicaba, me llamaron desde la librería de mis padres para hacerme notar lo bien que se veían mis padres, “por ahora”.

Aún así, esos incidentes están lejos de lo que para un corresponsal de guerra sería su escenario de guerra en Sarajevo, en Libia, en Siria o ahora en Ucrania. El problema, sin embargo, podría ser peor. El periodista investigativo vive con su familia en el escenario de guerra: con los narcos, que pueden estar pasando frente a su hogar a distintas horas para ver si lo pescan o lo interceptan cuando, caminando como cualquier hijo de vecino, va por leche y pan al colmado; los policías corruptos que pueden acceder a toda la información esencial con tan solo poner el nombre del periodista en los sistemas de información del Gobierno; con los funcionarios y políticos corruptos que salivan pensando en cómo hacerle daño; con los corruptos de la empresa privada, como podría serlo un banco poderoso.

Puerto Rico es violento. La primera causa de muerte de los jóvenes es el asesinato. Hay pocas destrezas de intercomunicación, de relacionarse entre si, poca civilidad, las redes sociales han aumentado exponencialmente la difamación, el fake news, el chisme, la desinformación, se agrede en las calles a personas notorias porque disgustan sus opiniones. Cualquiera saca una pistola y te arroja varios tiros si no le gusta la forma en que conduces tu automóvil. Hay poca tolerancia.

Entonces, el miedo no es que un misil caiga en el hotel donde te hospedas como corresponsal de guerra, o que una bala calibre .50, absolutamente destructiva, te haga añicos mientras cubres un enfrentamiento en las calles. No. En todo caso, si hay miedo sólo tienes que pedirle al medio que te saque del país. En el escenario de guerra que es tu propio país y hogar no existe esa alternativa, y hay consecuencias. Y lo saben más que nadie muchos periodistas en México, asesinados por los carteles y sus lacayos policías de una manera que nos es imposible de imaginar, que no queremos imaginar, y menos conocer los detalles.

El terror, el miedo a que maten tu familia, a que te maten y dejes solo a tu familia, el miedo a que después nadie te recuerde por tus historias temerarias, por tus denuncias. Aquí el miedo no dura algunas horas, como en los conflictos bélicos, sin que con ello quiera desmerecer ese trabajo, que admiro, pues allí se enfrenta una muerte única, súbita, para la que no hay preparación. Se muere una vez cubriendo la noticia y todo acaba.

El miedo de cubrir el escenario de guerra que es tu país es constante, en todo momento, perpetuo, al menos mientras escribas o hasta que se le pase el encojonamiento al narco, al policía o al funcionario corrupto, todos muy ofendidos por lo que de ellos se dice. Aquí no te matan, aquí te amenazan con matar a tu familia y a ti, y no hay forma de saber si es una mera amenaza. Así que, para empezar, te matan de miedo. Pero, cuando uno se muere de miedo, no muere del todo, continúa muriendo cada vez que el recuerdo acecha. Nunca termina uno de morir de miedo.

Recuerdo que mi entonces esposa me pedía que solicitara por favor un cambio a periodista cultural, que cubriera exposiciones, veladas poéticas, musicales, reseñas de libros, comentario de cine, etc. Aunque, siempre he creído que ese sí podría ser un verdadero escenario de guerra, el peor. Nada más peligroso que estar entre artistas belicosos, chismosos y narcisistas que creen tener la obra definitiva para el resto de la vida, contrario a la porquería que deben estar haciendo sus compañeros artistas, tal vez más reconocidos. Por supuesto, nunca pedí el traslado. Largas jornadas de trabajo, a deshora, fines de semana metiéndome en los lugares donde iban los narcos, algunos de ellos fugitivos y por tanto más peligrosos, y los corruptos fueron, en fin, la sopa donde se cocinaba el rompimiento matrimonial.

Usualmente, en el Puerto Rico moderno no te asesinan, pudieran tratar, como ya me ha pasado, de manera sospechosamente errática. Pero hay excepciones. Mi fenecido amigo y periodista Tomás de Jesús Mangual se tuvo que batir a tiros él mismo con unos cuantos sicarios que intentaban asesinarle. En otra ocasión salvó su vida de milagro al girar hacia una calle inesperadamente, dejando al asesino que le esperaba más adelante triste y sin ideas. De hecho, Tomás me servía de escolta ocasionalmente cuando regresaba a mi casa. Estaba bien pertrechado de armas.

En Puerto Rico, sobre todo te intimidan y las redacciones se intimidan y te intimidan y todos se intimidan. Algunas veces las presiones son económicas, y esas son las peores. Un periódico no está dispuesto a perder posiblemente más dinero del que ya pierde. Si te matasen, te pagan los gastos fúnebres, te ponen una esquela gratis, el seguro pagará algo si la familia está dispuesta a litigar por varios años, y al final serás olvidado, porque el periodismo es aquí esa gran profesión en la que se perpetúa un presente sin memoria, y cuyos protagonistas son consciente y deliberadamente olvidados. No se reconocen legados en el periodismo puertorriqueño. Y sé lo que digo, soy hijo de periodista. Hay otros periodistas que quieren establecer cartel y hay unos medios que necesitan vender ese presente sin memoria. Para eso es forzoso olvidar lo que se ha publicado -invisibilizar, dirían hoy día- y los medios y los periodistas necesitan hacer creer que todo es nuevo, una exclusiva como nunca la hubo antes. Y mientras los medios publican ese continuo presente, “shock del presente”, le llamó Douglas Rushkoff a ese instante, no avanzamos hacia el futuro.

Así que, tenemos al periodista viviendo en el escenario de guerra, acosado por el terror si sus investigaciones develan una verdad que algunos quieren ocultar, y acusada su reputación como ciudadano, porque por ahí vendrán también, lo mancillarán de muchas maneras, políticamente, su integridad, su pasado si alguno tiene o un corrupto lo inventa, pues para difamar siempre aparecen voluntarios.

Entonces, súmele la incomprensión (por querer ser polite) de los colegas, que te acusan de ser sensacionalista por el solo hecho de que no pueden creer que así de podrida están algunas instituciones, entre ellas las políticas, y personas afines, que las historias investigadas tampoco se ajustan a las reglas éticas de la profesión, o que en esa investigación se le dio inmunidad a algún corrupto o se ocultó el nombre de la fuente que dio la información, por tanto, puede ser una fuente inventada del periodista o posiblemente sea esa fuente tan culpable como los demás y por eso no es creíble. En fin, siempre hay algo destructivo que decir sobre las historias que molestan.

La verdad es que el periodista investigativo en el escenario de guerra de su propio país tiene que bailar con el diablo. Si quiere meter sus manos en los intestinos de la verdad, sacarle la mierda y exponerla al sol, tiene que hacerlo y aprender a bailar con cierta rapidez. Y soportar. Pueden suceder muchas cosas, entre ellas que te guste el baile y termines siendo la pareja del diablo. Ese es el caso de la historia que cuento en mi novela “Relato de una narcotraficante”, aunque sea la fuente la que bailaba con el diablo. Al final del día, sin embargo, la narco logró lo que pocos, regresar sobre sus propios pasos y terminar siendo la testigo que le puso la soga al cuello a una organización completa, grande y violenta.

Otra posibilidad es que logres terminar de bailar indemne, haces las historias, pero nunca más querrás sentir el fuego de la mano y cintura del diablo. Entonces haces ese periodismo cultural o tal vez prefieras reseñar los chismes de los artistas o el diario de los políticos, o te promuevan como editor.

Lo mismo es que al comenzar el baile sienta demasiado calor y el periodista se retire inmediatamente de la pista, entonces sale con las manos vacías. O, puede negarse a bailar desde un principio, mirar de lejos el baile del diablo, o peor, mirarlo a través de las estadísticas oficiales. Ahí no hay materia para publicar, para lo único que sirve esa información es para que los políticos se lancen culpas e inuendos unos a otros sobre si subió o bajó la criminalidad por culpa de la Policía, de sus planes de trabajo deficientes, porque los políticos no aprobaron tal o cual ley. Perdidos que están.

El Diablo es la historia, o Dios y su luz que ciega. Según mi experiencia, y es mi posición, es preferible bailar. Es preferible vivir y reportar desde el escenario de guerra a no vivir y no reportar. Es preferible vivir y reportar aunque sea al filo (y algunas veces cruzando los límites) de esa moralidad, de esa transparencia que en los últimos años con tanto entusiasmo exigen los periodistas (tan naïfs que son), como si trabajasen más para una secta religiosa que para su medio, pidiendo arrepentimientos, como si fuesen militantes de un moralismo de viejo cuño, sospechoso. ¡Qué no haría un corresponsal de guerra por obtener alguna exclusiva!

El periodista investigativo no tiene opciones, si su opción es ser periodista investigativo. Tiene que joderse, por lo menos el tiempo que dure la jodienda. Luego, sabe muy bien, saldrá maltrecho, pero qué carajo importa, así se baila este mambo.

[*Versión revisada de la presentación en el foro: “Cruda realidad: cómo adaptar hechos verídicos al formato artístico”, en el Festival de Cine Europeo, 2011, auspiciado por la Alianza Francesa, en San Juan.]

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