El largo viaje de WILFREDO “Dinamita” Gómez hacia su legendariedad

La ira heroica de este guerrero causó incontables desgracias entre sus oponentes. Los primeros 32, no contemos de momento el primero, cayeron incapaces no solo de lograr una victoria, aunque fuese pírrica, sino de terminar el pleito de pie. Después, pocos lo lograrían. Valerosos como él los hubo, pero no tan diestros.

El héroe de su tiempo lo es para todos los tiempos, mostró muy temprano Homero, al cantar la ira del pelida Aquiles, de orgullo tan grande y profundo que todo un ejército se escudó tras él. Cobijados a su sombra mientras en la arena defendía él su invicto, su orgullo mismo, intacto, y en agradecimiento por la batalla, por estar en batalla. Pero los años son el enemigo de la heroicidad y Aquiles -como Schubert, Kafka, Rimbaud, Hugo Margenat, Van Gogh, Clemente y otros tantos héroes- de alguna manera supo que solo una vida corta lo convertiría en leyenda. La tensión sobreviene entonces, si mantener esos actos heroicos cuyo único destino posible es acercar su final, o distanciar la muerte al dejar que la heroicidad vaya languideciendo en aras de tener una vida placentera en el campo. Hay algo de decisión en ello.

Sobrevivir al último acto heroico tampoco es de héroes, parece advertir Homero, pues son figuras trágicas, en conflicto consigo mismo. Pero los tiempos cambian y hoy tenemos héroes vivos olvidados, envejecidos, que lograron ser leyendas al mismo tiempo que héroes, pero que el paso del tiempo los redujo a suceso histórico, a memoria deportiva, a recuerdo de mejores tiempos, a video de Youtube, a entrada en Wikipedia. La gesta legendaria de un héroe, como la de Roldán, solo es posible cuando la precisión de sus actos la inflama la ficción, el rumor, el deseo y la necesidad, la exageración y el ocultamiento. Por eso en esta época de transparencia total es tan difícil convertirse en leyenda. Veo mi apreciación confirmada cuando El Mío Cid, Ruy Díaz de Vivar -en la novela de Arturo Pérez Reverte, Sidi- se resiste a la insistencia de su familiar Minaya para que le hable a la tropa que le sigue por ser una leyenda, durante el acecho a una banda de moros que buscan desalojar del norte de Guadamiel. “Las leyendas sólo sobreviven vistas de lejos”, le responde el Mío Cid.

Más que una “bazooka”, realmente llevaba “dinamita” en sus puños el ex pugilista Wilfredo Gómez. Una explosividad de irremisible destrucción que recuerda, en su evocación demoledora, la caída de montañas, muros y ciudades. El estruendo de Jericó suena en las manos del llamado “Bazooka”.

“Dinamita” fue precisamente el apodo que cargó más temprano en su vida el joven boxeador, décadas antes que el excelente boxeador mexicano Juan Manuel Márquez. Gómez llegó a pelear y vencer en su época de aficionado a su tocayo y compatriota tricampeón Wilfred “El Radar” Benítez, reveló en amena charla con este reportero, mientras autografiaba libros en la Librería Laberinto, en el Viejo San Juan, apenas un día antes de los combates Mayweather-McGregor y Cotto-Kamigai, en el que cada vencedor aportó un granito exacto de arena a sus respectivas fojas.

El apodo “Bazooka” sobrevivió a fuerza de notas de prensa del reportero que las escribió, y que si recibió el apoyo del pueblo debió ser porque en aquellas mentes aun estaban frescos los destrozos que causaba el armamento militar de EE.UU. durante la guerra de Viet Nam, que entonces iba pasando a mejor vida. De bazookazos también sabemos los latinoamericanos y nuestros palacios de gobierno, edificaciones identificadas más con los victimarios que ocultaban que por ser víctimas, excepto el chileno Palacio La Moneda, que cayó víctima del abuso militar de un nuevo Franco. Uno que otro bazookazo lanzado en otros lares habrá sido aplaudido por grandes sectores vulnerados, cuando ha sido en desagravio, por justicia o por catarsis.

Los mismos puños que destrozaron a más de un boxeador durante 15 años justos, ahora se dedicaban a acariciar con delicadeza el papel de un libro que expone al público una vida abierta, tanto de sus virtudes como de sus debilidades, A Fire Burns Within: The Miraculous Journey of Wilfredo ‘Bazooka’ Gómez, escrito por el periodista Christian Giudice. Los dedos, gruesos, no parecían tener dificultad en afirmar con justa precisión un delgado y común bolígrafo que por momentos parecía desaparecer entre sus manos. Su caligrafía sorprendió, sin embargo. Clara, cursiva y siempre con un mensaje de empatía, y lo que parecía una permanente sonrisa, aunque yo no pondría mi mano en el fuego para asegurarlo, enmarcada, eso sí, en un rostro en el que se han ido empequeñeciendo sus rasgos, mientras el resto de su humanidad aumenta peligrosamente.

No se veía mal Wilfredo a sus 60 años de edad. Ni para la vida que decidió. Pocas arrugas, mirada clara, con cabellera suficiente y atento a lo que escucha, ni problemas para comentar cualquier cosa que se le pregunte. Se le hace ver y responde el cumplido. “Tú también te ves bien”, dice cuando se entera que coincidimos en edad. “¿Qué haces para mantenerte delgado?”, pregunta, pero no respondo. No sería justo explicarle el ascetismo que sigo, de una culpabilidad obsesiva. Y que por años él practicó, aunque sufrir no estuvo adentrado de manera suficiente en su naturaleza. Pocos años después su salud se deterioraría de tal manera que muchos empeñaron su suerte en las oraciones.

Un puñado de seguidores se sentó a su alrededor en el local, única librería que sobrevive en el Viejo San Juan, pero que llegó a tener cuatro simultáneamente, ciudad murada que logró que pocas cosas entrasen, como los enemigos, pero también fue poco lo que dejó salir, como el desarrollo de un pueblo. Y Gómez, el mejor boxeador en la historia pugilista de la Isla, y uno de los mejores de todos los tiempos en el marco internacional, aunque el nacionalismo de los expertos le niegue su sitial, tampoco tuvo reparos en conversar con esa voz ronca que ahora lo caracteriza, débil como un soplido y esforzada para que se escuche.

Su conocido instinto para darle remate (instinct killer) a las peleas en el momento justo en que detectaba la herida de su oponente, ahora se reducía a acertar en el papel el nombre del comprador del libro y algunas palabras de agradecimiento. Nadie quiere ser olvidado, y ahora la bondad y no la elegante y mortífera violencia desplegada sobre el ring, es su manera de prolongar su recuerdo. No sirve para estos propósitos abrir un restaurante con su nombre y pasar entre las mesas saludando a los que quieren ver al campeón, para eso se requieren otras cualidades y necesidades.

“Dinamita” Gómez fue exaltado al International Boxing Hall of Fame en 1995, en ese momento solo el quinto en ingresar de manera unánime en su primer año de elegibilidad, así como ingresó el receptor Iván Rodríguez al Baseball Hall of Fame, no por actos sobresalientes, como otros que yacen en esos olimpos, sino por un desempeño extraordinario que los colocó justo en la punta de la pirámide, junto a la piñata de los fuera de serie.

Jacinto Fuentes logró lo que ningún otro boxeador que se enfrentó posteriormente a Gómez, que se le reconociese como un igual. Fue el debut profesional de “Dinamita” Gómez el 16 de noviembre de 1974 en Panamá, y terminó empate la inusual pelea a seis asaltos, en el mismo año en que Gómez había logrado el campeonato mundial aficionado del peso gallo. Mal debut para alguien tan extraordinario, debió advertirse. Era el cuarto combate del mañoso Fuentes (2-1), cinco años mayor que Gómez. En su previo combate Fuentes había perdido por puntos contra quien luego sería otro extraordinario campeón, el panameño Eusebio “El Alacrán” Pedrosa, que defendió 19 veces el título pluma y cuyo recuerdo igualmente yace en el olimpo del boxeo. Era, para más, la quinta pelea del invicto Pedroza.

Sin datos apenas en el archivo de Boxstat, como altura, alcance, peso y ni siquiera una foto, Fuentes, que demostró ser un valiente y algo traía en su boxeo, debió ser más grande físicamente que Gómez, y de hecho terminó peleando en mayores categorías. Luce que no debió ser el primer combatiente para Gómez.

Desafortunadamente, no se me ocurrió preguntarle a “Dinamita” Gómez sobre las circunstancias de esa pelea. Otra vez será. En la revancha siete meses después, el 21 de junio de 1975, Gómez (5-0-1,) lo noqueó en dos asaltos. En tan corto interín, el boricua había hilvanado cinco victorias, todas antes del límite. De todos modos, Fuentes ya había logrado inscribirse, sin saberlo nadie, en los anales del boxeo con el empate contra el que luego sería el más grande de todos los pesos supergallo de la historia. La triste vida boxística de Fuentes terminó con un palmarés de 10 victorias, 11 derrotas y el empate que le hizo famoso. Era un mal momento para ser un boxeador de esos pesos bajos.

Ese empate, sin embargo, no hizo más que encender la mecha de “Dinamita” Gómez. Desde ese momento, noquearía a sus próximos 32 oponentes. Diez años después de reivindicar ese empate, Gómez había conquistado tres diademas campeoniles (122, 126, 130 libras) y un récord (para todos los pesos) de 17 defensas, todas por nocáut, de su título supergallo. Entonces, dos eran las organizaciones de boxeo que regían el negocio, la Asociación Mundial de Boxeo y el Consejo Mundial de Boxeo, lo que hacía más difícil optar y ganar un campeonato. Además, para optar al campeonato había que vencer a los mejores, resultando en que un campeón solía enfrentar al mejor. Eran, ciertamente, campeones y rivales con mejor lustre, hasta que en el 1983 se formó la Federación Internacional de Boxeo. Gómez se retiraría en el 1989, con 44 victorias, de las cuales 42 fueron por nocaut, un empate y tres derrotas.

¿Derrotas?, ¿qué derrotas? Son sombras causadas por un recurrente eclipse, descubriremos después. Homero nos recuerda en La Ilíada que antes de diezmar a los troyanos, Aquiles se negó a seguir luchando contra ellos hasta que Agamenón, su rey, le desagraviara por no cederle la mano de la joven Briseida, ganada en buena lid. Antes de ir finalmente contra todos, Aquiles había ido contra si y los suyos. Gómez también iría, muchas veces, contra si mismo y contra los suyos.

Las hazañas de “Dinamita” Gómez fueron dignas de uno de los mejores. Sugar Ray Robinson solo vino a perder su primera pelea en su 91er combate, contra Jake Lamotta. Lamotta no era el mejor, ni el peor, pero era un toro salvaje sobre el ring al que resultaba difícil coger por los cuernos. Si no lograbas hacerlo temprano en la pelea, te fajaba. Estos dos llegaron a pelear dos veces consecutivas con semanas de diferencia, de las seis veces que se enfrentaron. Gómez encontró en el 33 su número de la mala suerte. La cifra que para los cristianos representa la redención de sus vidas, es igualmente el de la muerte y el de comenzar otros caminos. Nos lo recuerda Dante, “en medio del camino de nuestra vida me encontré en un oscuro bosque, ya que la vía recta estaba perdida”. Oráculo a consultar pudieron ser los versos siguientes de Dante, “tan somnoliento estaba en aquel punto, que el verdadero camino abandoné”.

La derrota de “Dinamita” Gómez ante Salvador Sánchez fue tan humillante como imposible. No se le llama derrota a lo que no fue una pelea. Sánchez, fiel a si mismo, a su mote de Mr. Pulmones, a su disciplina espartana y científica, se preparó para incrementar sus habilidades, muchas, y hacer la pelea más grande de su vida. Se preparó para vencer, y venció demasiado fácil al invencible. Aquí hay gato encerrado.

La pelea debió ser luchada, activa, dos gladiadores dilucidando qué orgullo permanecería de pie frente a todos los acantilados, visto desde el mar, reluciente como un faro en la noche. Pero no lo fue. No fue una auténtica lucha. Fue una paliza. Nada para dejar a la interpretación o a la duda. Fue perfecta, definitiva, como lo fueron también Durán-Leonard (la primera), Dempsey-Tunney, Alí-Frazier (la segunda), Alí-Foreman, y tantas otras peleas como mejores ejemplos.  De ese indiscutible triunfo de cada uno sobre su némesis surgieron resurrectos en su prueba sangrienta de fuego. No fueron peleas que evocan libros abiertos, sujetos a las interpretaciones y por siempre inacabados, como poemas. Fueron perfectas, definitivas.

“Dinamita” Gómez no fue ni una sombra pálida de lo que debió ser esa noche. Ni siquiera encajó una derrota orgullosa. Tampoco la hizo pagar cara. Mejor lucharon los troyanos contra los aqueos. Nos recuerda Borges que en La Eneida, Virgilio no escribe que Troya fue destruida, sino que “Troya fue”. En la pelea con Sánchez, “Gómez fue”.

No se puede estimar con exactitud cuánto aprendió Gómez, pero con certeza sí podemos decir que “se revela un saber” (Jean Joseph Goux) de esa pelea. Gómez llegaba con una herida que a ese momento había sido indetectada, de esas difíciles de sanar, de las que van abriéndose poco a poco, a través de los años, y terminan tomando carta de naturaleza.

No fue una derrota porque no hubo un combate. En mi libro esa pelea lleva un asterisco del tamaño de una isla hundida, del tamaño de la Atlántida, la doy por no vista, no celebrada siquiera. Sin desmerecer, por supuesto, al gladiador muerto por el frenesí hormonal de la juventud, camino a San Luis Potosí, que cumplió con demostrar lo que tenía. Nadie que haya vencido dos veces al pegador Danny “el Coloradito” López pasa sin gloria, aun con la vidriosa quijada del más bien Rosadito López. Laporte le aguantó a Salvador todo lo que conectó durante 15 asaltos, inclusive le ganó muchos asaltos y logró responderle bastante bien y con fuerza, y ni siquiera el guayamés se caracterizaba por tener una pegada mortífera o una técnica depurada. Gómez luego vencería a Laporte que, gran ironía, había heredado el trono del difunto Sánchez.

Un posible ejemplo de lo que debió ocurrir en Gómez-Sánchez lo muestra la pelea Becerra-Sánchez. Becerra le ganó una decisión dividida a Sal en el 1977 por el título gallo mexicano. Sal entonces marchaba invicto en 18 peleas y Becerra había noqueado a 17 de sus 25 oponentes, con apenas dos derrotas. Becerra, otro pequeño toro salvaje, sencillamente le cortó el paso, lo asedió con su fuerza y sus fuertes golpes, machacó sus planos bajos y lo llevó a las sogas, donde Mr. Pulmones no pudo desplegar sus largos brazos y su técnica, más bien, se puso en “survival-mode”, se afirma en la página boxingforum24.com. Los golpes sufridos le restaron su estámina. Sin tener la habilidad técnica de la que disponía Gómez, y menos con su poder anestesiante, Becerra logró vencerlo. Debió pensarse plausiblemente que esa sería la estrategia que Gómez seguiría. Pero no hubo tal estrategia porque esa presupone una preparación previa que Gómez no hizo, al menos para equilibrar las fuerzas, para que una derrota no se viese como tal, sino como una dura entre gladiadores del mismo nivel.

Al combate no se presentó “Dinamita” Gómez, ya para entonces rebautizado “Bazooka”, sino un tipo valiente llamado Wilfredo Gómez, natural de la barriada Las Monjas en Hato Rey, amanecido, porque nadie recupera las noches perdidas que, en su caso, pintaron un negro telón de fondo que de tan amplio nubló el escenario en que se presentaba. La dinamita la había dejado muchos meses atrás bien guardada en el gimnasio. Quien ha practicado algún deporte, de tiro, por ejemplo, con armas de fuego o con flecha, sabe que cada día de entrenamiento es el día en que la expectativa de que una bala o flecha divida en dos la anterior disparada se logre. Para eso se practica, para rajar el mundo por la misma mitad.

En los meses previos a la gran batalla Gómez había estado practicando con otro armamento que no era el de combate, al menos, no aquél combate que le esperaba. Como Eneas y la Sibila, Gómez y su acompañante “iban oscuros bajo la solitaria noche por la sombra”, como prófugos intentando escapar de sus obligaciones, como dejados de la mano de los dioses que les amparaban. O demasiado desatento Gómez a la profecía muy popular que advierte que por no ser las ninfas seres inmortales, te arrastrarán a la morada a la que están sujetas, de las que no podrás salir.

Contrario a lo que ocurre en los mitos griegos, en los que las diosas ayudan a la victoria, en esta ocasión aquellos espíritus divinos fueron su perdición. Si acaso, fue lo que el canto de las sirenas para los antiguos navegantes, quienes, seducidos por sus cantos y enloquecidos, terminaban estrellándose contra las rocas. Es una historia que tiene varios nombres y apellidos, pero a nadie le interesa, pues con otros nombres y apellidos el resultado hubiese sido el mismo. En el fondo, esa herida solo mostraba a un ser que, como dice Walt Whitman en un verso, no se pone “el índice en los labios”, no prejuicia demasiado los márgenes que recorrió, o los defectos, ni los vicios. “Nada es igual y todo es bueno”, estableció Whitman en su forma de ver la conducta humana, y que Gómez posiblemente disfrutó en carne propia. Gómez no quiso atarse al mástil, como Ulises, para evitar el efecto del canto de las sirenas. Sal luego se adentraría con maestría en esa oscuridad que entonces era Gómez y lo vencería. No le tuvo miedo a ese “amor al hierro” (La Eneida) que el guerrero y belicoso Gómez tenía. No hubo desdicha en ese destino, sino el resultado de lo que hacía. Tampoco tuvo la suerte que quería y acompañara el valor que le sobraba. El azar, como un puño poderoso arrojado en desespero defensivo, en su Isla dejaría.

Los héroes lo son en corto tiempo y mueren temprano, por un error fatal, una flaqueza, o un vicio. Gómez mostró una flaqueza, que perduraría ocasionalmente, y vista apenas a los siete años de haberse iniciado en el boxeo rentado, cuando enfrentó a Sánchez en el 1981. Apenas tres años antes “Dinamita” Gómez anticipó por un día el regalo de su 22do cumpleaños al noquear al temido Carlos Zárate, quien llegó a su primera derrota con un récord de 52 victorias, 51 de ellas por nocáut, sin derrotas. Además era alto, dominante y un rostro de aspecto temible. Gómez, que entonces hilaba 21 victorias por nocaut, lucía como un pequeño acorazado. A sus cuatro años en la profesión ya era considerado el mejor en esos pesos chicos. Las 122 libras eran un peso intermedio recientemente creado (tal vez teniéndolo a él en mente). Los pesos gallo (118) que aspiraran a otro campeonato debían subir a las 126 libras, al peso pluma, un descomunal salto para hombres tan pequeños.

La edad es enemiga de convertir al héroe en leyenda si este ha fallado su rito de iniciación, en ese paso de convertirse de un joven habilidoso y potencial a maravilloso adulto. En el boxeo dicho rito consiste en enfrentar al némesis y vencerlo, matar al monstruo, como indican los mitos griegos. Perseo venció a Medusa, Belerofonte a Quimera, Jasón a la serpiente de Cólcide, Teseo al Minotauro.

Más cercanamente, Durán venció a Leonard porque era “más macho que él”, dijo Manos de Piedra tan pronto acabó la pelea; Tito Trinidad a De la Hoya, porque este se colocó nuevas energizer cuando el flaco de Cupey lo tocó con limón al costado en el séptimo asalto y aquel se juyó el resto del combate como guinea despavorida; Alí (segunda pelea) a Frazier porque era más lindo y le desfiguró el rostro feo a “Smokin Joe” para que fuese más feo todavía; Hagler destruyó a Hearns porque un invencible solo se vence a sí mismo. Todos estos, y otros más, aprobaron sus ritos de iniciación.

Gómez no lo logró, y quiso el destino que no lo lograra jamás. Desde entonces, en su enorme frustración, dejó que su dinamita explotara en la cara de todos y cada uno de los próximos que enfrentó. La muerte, ese dios tan protector como vengativo, se encargó de evitar la revancha con Sánchez, dejando realengo a un héroe que merecía por todas sus virtudes vencer al monstruo, aprobar su rito de iniciación y convertirse en una de las leyendas más grandes jamás vistas en el boxeo. Esa victoria que él se negó a si mismo y que luego la muerte misma le negó, fue el resultado desastroso de su arrogancia y sus flaquezas.

Ser conocido en México como “el asesino de los aztecas”, como si fuese un nuevo Hernán Cortés, no es suficiente para convertirse en leyenda y tampoco es políticamente correcto describirlo de esa manera, ahora que todos somos defensores de los derechos de los nativo americanos. A final de cuentas, el monstruo que era el mismo Gómez para los mexicas fue vencido por su propio salvador, quien sí venció a su némesis y, al morir temprano, se convirtió de inmediato en leyenda.

“Contra Sánchez fueron muchos los inconvenientes. Lo subestimé y me descuidé”, dice Gómez para el blog Prensa Intencional. Por supuesto, no se me pasa que lo ha repetido en entrevistas anteriores. “Dinamita” a ese momento había noqueado a 10 mexicanos, es decir, a todos los que se había enfrentado.

“Físicamente me descuidé”, agrega, y todos le creemos porque explica muy bien el resultado de la pelea. No quiso ser como el lobo flaco, “cargado de todas las hambres” (Dante), y de ahí su peligrosidad. Sino que llegó henchido de si mismo al encuentro. ¿De haber entrenado en la forma que usualmente hacías, otro hubiese sido el cantar? Responde que sí. “Hubiese sido diferente. Totalmente, hubiese sido diferente”, señala sin arrogancia ni fanfarronería, solo como una cuestión de hechos que nunca se conocerán. Y recuerda entonces su gran entrenamiento contra Guadalupe “Lupe” Pintor, un azteca que, de haber luchado en la recuperación de su tierra ante la invasión española, habría logrado él solito la victoria de la resistencia mexica en la guerra de Tenochtitlan en 1512.

Por sus talentos es indudable que hubiera vencido a Sánchez, y si no lo logró fue porque se dedicó a cultivar sus debilidades y no a afirmar sus capacidades. El gym lo trasladó a los hoteles de lujo, a la noche en las calles, al placer de la vida que creía merecer.

No entendió Gómez que a los héroes se les niega la buena vida. Para ellos se les ha separado la mala, la del trabajo, la del empleado que si no poncha su tarjeta laboral no come, y solo acumula algunos días al año para descansar de su rutina miserable. El héroe es siempre el más sufrido, el que deja la piel “pegá”. Gómez, que llevaba desde chamaco dejando el cuero pega’o en el gimnasio para luego venderlo caro en el ring, se negó a si mismo más sufrimiento y la oportunidad de ser único entre los únicos. Lo que no sufrió preparándose por algunos meses, sin embargo, lo sufriría el resto de su vida. Pocos boxeadores en la historia han pagado tan caro una sola derrota. Ni siquiera Michael Gerard Tyson cuando perdió ante “Buster” Douglas sufriría tanto.

Un héroe vence al oponente luego de vencer su propia naturaleza, la de nosotros los mortales, cualquiera que sea esta, como evitar el sufrimiento, querer una vida placentera, amar, la libertad. “Dinamita” Gómez escogió el cuadrilátero para trascender su naturaleza. Curiosamente, y en aportación a mi tesis, el pensador Béla Hamvas relaciona la superación de si mismo con el “ascetismo”, “así se vuelve el hombre más fuerte que él mismo”, al romper con su propia identidad, explica. “Renunciar al yo,… renunciar al narcisismo” y convertirse en ese Otro que pugna por surgir. Nada en Gómez trascendió esa noche.

No dejó de ser el mejor, aun así, pues regresó y nos dio el placer de ver una de las peleas más violentas de todos los tiempos (Gómez-Pintor) y acumuló más cinturones. Pero su temor a sufrir en el gym recurriría y revelaría el talón de Aquiles de nuestro héroe. Si hay algún boxeador que debió ser imbatible, fue él. Pero de sus últimas cinco peleas perdió en dos nuevas ocasiones, contra Azumah Nelson y Alfredo Layne, un ganapán con suerte el segundo y un fuerte boxeador sin destellos el primero.

Para esos combates, me asegura tristemente una fuente que más tristemente aun no puedo revelar, Gómez volvió a ser como aquel niño de Las Monjas, cuya rostro de inocencia al sonreír me recuerda por momentos al de Linares, que solo quería jugar en la calle. Juegos que, ya de adulto, tienen mayores consecuencias, como la de no convertirse en leyenda, por ejemplo, al permitir la violación de su cuerpo, tierra sagrada para sus seguidores.

Sus derrotas fueron causadas por sus propias debilidades más que por la mejor calidad de sus oponentes, se sabe. Pero esa es una realidad que no puede ser reconocida tan fácilmente, y tampoco debe serlo. En el papel, en la historia que se fija en blanco y negro, en la de las palabras escritas, eso fue lo que ocurrió. A fin de cuentas, a sus adversarios no les tiene que importar las condiciones en que se presenta a la guerra el enemigo combatiente. Ellos harán lo propio para vencer, o no perder, o no ser destruido en el camino.

Es una realidad, sin embargo, que no voy a reconocer porque no acoge interpretaciones, porque no tiene biografía, porque es una verdad-engaño, una verdad que esconde lo real-desconocido, porque es insuficiente, porque no la alcanza la razón. Esas derrotas solo pueden explicarse mediante la ficción, la literatura, para que se vea su verdad completa. Gómez se negó a ser un héroe de papel, de imprenta, de notas de periódico, un héroe en blanco y negro.

En la entrevista, “Dinamita” dejó ver claramente hasta donde llegaba su confianza como boxeador, que rayaba en la soberbia, en la locura. Pensó que hasta con poco entrenamiento, en el caso contra Azumah Nelson, podía vencer. Con Layne ni siquiera entrenó. Arriesgó Gómez en esos enfrentamientos algo más que su récord, es evidente. Sin embargo, esa es un línea de investigación que no cabe en este artículo, si nos fijamos en que arriesgó la vida solo por celebrarla. Podría explorarse, entonces, la ideología de “la búsqueda del honor (timé) a través del riesgo”. (Óscar Martínez García, en su prólogo a la traducción de La Ilíada, siguiendo a C.M. Bowra.) Una ideología de la heroicidad, en la que “muerte, gloria e inmortalidad” le dan el sentido de vida a estos héroes, aqueos y troyanos, y “en el que la sangre se vuelve a cada momento más sangrienta y el hado de sus héroes cada vez más fatal”. Como el Pélida, que escogió morir como un joven heroico en vez de una vida extensa y anodina, a Dinamita Gómez no le importó arriesgar la testa en batallas para las cuales no estaba preparado. “Abrazaré mi sangriento destino”, afirmó el más grande héroe de la antigüedad, y que de seguro Dinamita Gómez repetía cada vez que subía al ring.

Debió Gómez ver su error, pero a esa voluntad de héroe le faltó una mirada más larga. Precisamente esa mirada larga que había sacado a nuestros ancestros de su condición primitiva, cuando pudieron caminar sobre sus piernas y ver a lo lejos. Cuando Aquiles, el destructor de hombres, decidió reincorporarse a la batalla contra Troya al morir su amigo Patroclo -que se había investido con la armadura del recluido semidiós, y el troyano Héctor al confundirlo en la noche con Aquiles, lo mató- aun en medio de su dolor ordenó una nueva armadura, de bronce, que debía ser la mejor jamás forjada, y el dios Hefesto, el mejor forjador de metales, la fabricó. Hasta Aquiles se preparaba, mejor que nadie, para la batalla. Su orgullo, no su arrogancia, lo guiaba, aun cuando sabía que su destino sería como flor de primavera, o precisamente por ello.

Desperdició Gómez la oportunidad que pocos han tenido -de hecho, solamente dos, Marciano y Mayweather, que convirtieron el sufrimiento del gimnasio en placer de vida, o sencillamente eran OCD-, de retirarse sin haber sufrido la derrota a manos de otro, como el Aquileo. Pero la debilidad de “Dinamita” Gómez demostró también que la ira, la cólera -esa fuerza incontenible que obliga la victoria o a participar en el más profundo de los sufrimientos, siguiendo a Sloterdijk (Ira y tiempo) que Perea esta nota-, no es suficiente para vencer, sino que se construye, o se destruye, apelando también a la astucia, a la inteligencia, como finalmente ocurrió cuando Odiseo se ideó el caballo de Troya, como herramienta indispensable para la victoria. Pero Gómez pertenece al grupo de héroes que vencen derramando la sangre de sus enemigos, destruyéndolos, no mediante argucias, como el Ulises, o con inteligencia, como Edipo al contestar los acertijos de la Esfinge.

Los puños-espada de Dinamita Gómez son armas de destrucción y cantan a capella. Como aquellos héroes, los nuestros también reciben su compensación, estima, honores, siempre que estén dispuestos a “matar y morir por el honor y la gloria” (Martínez García). Dinamita Gómez no tuvo un Patroclo por el cual debió regresar a vengarse y de paso alcanzar su más grande heroicidad. Fue su propia derrota ante Sánchez lo que lo motivó a regresar y demostrar que era el más grande héroe de fistiana de su época, que lo fue. En ambos casos, sin embargo, fue el sentido de culpa y la cólera que les causó el desastre que cada uno enfrentó, lo que les explosionó querer alcanzar nuevas glorias. Dinamita Gómez fue apenas el quinto boxeador en la historia del boxeo en alcanzar tres títulos mundiales en tres pesos distintos. Ya hoy día eso es un relajo porque los organismos que rigen el boxeo quieren explotar el lado comercial.

Dinamita Gómez logrará, tarde o temprano, la legendariedad que él mismo se negó, pero que se merece. La distancia deberá empequeñecer sus fallas y dejará ver, solitaria como una luna en el firmamento, sus grandes hazañas. Será cuando apartemos la luz que sobre su vida hemos impuesto y se deje de mirar esas debilidades que ahora, en esta época en que no soportamos héroes sin mácula, somos tan proclives a destacar en perjuicio de la grandeza, cuando nos demos cuenta de que la santidad no consiste en no pecar, sino en realizar las proezas que a cada cual toca realizar.

Wilfredo Gómez firma los libros sobre su vida en la Librería Laberinto. Foto Obed Betancourt

Pero, sin embargo, ha escogido Gómez el camino largo, como veremos, el tortuoso, el de la completa iluminación sobre sus actos, el de eternizar su degradación. En ese sentido, Dinamita Gómez sería el único guerrero que logre su status de legendario sin haber vencido al monstruo, al fracasar en su rito de iniciación. Ya un caso ilustrativo, en Edipo Filósofo, había sido planteado por Goux, aunque, hay que decirlo, con fatales resultados, por un lado, pero necesarios por el otro.

O tal vez me equivoque. Es posible que lo logre, si fuesen esas sus intenciones, pero solo cuando el país entienda al mismo tiempo que, por ejemplo, no podemos pedir que un político, un religioso, un guerrillero clandestino, ni nadie, sostenga una vida de beatitud inalcanzable o perfección imposible. Entonces podríamos entender qué es lo que intenta Gómez yendo por ese camino, el de la expiación continua. De momento, aunque pudiera estar de acuerdo, no me lo figuro. Si bien, comprendería por otra parte que es un mecanismo para liberarse y vengarse de “los canallas”, como hizo el Conde de Montecristo con los que lo condenaron a cárcel injustamente y lo empobrecieron, y finalmente aplacar su ira heroica.

Los viejos héroes no afrontaron sus pruebas sin la ayuda de los dioses, hoy desaparecidos. Se requiere ahora más esfuerzo propio y no abonar a que las luces continúen transparentando la vida como lo hace un estudio de rayos X o un MRI. Tampoco, de otra parte, ha querido Gómez ser una estatua ociosa que pocos jóvenes reconocerán, incapaces de diferenciarlo de los campeones Sixto Escobar o Benítez, entre otros grandes, y claramente nunca confundirían con el “Cholo” Espada o el campeón sin corona, el peso ligero Pedro Montañez (que ganó 92 peleas -56 por nocaut- perdió apenas 7 y empató 4), el llamado “Torito de Cayey”, considerado uno de los mejores boxeadores de la historia que no logró ganar un título mundial. Logró 88 victorias en línea y fue exaltado al salón de la fama del boxeo internacional.

El misterio, creo, siempre es necesario, o como señalara F. Schlegel, algo queda en la oscuridad que no debemos alumbrar, una fuerza caótica que no podremos (no debemos) atrapar. “Dinamita” Gómez, sin embargo, insiste en la ruta de la total transparencia, en la revelación de todo su ego, del que no se ha podido desprender. No se ha revelado todo en el libro sobre su vida, dice. Hay más que quiere dejar ver.

“Este libro es parte de mi vida. Faltan muchas cosas que se van a hacer (por decir), que no se hicieron en el libro (de Giudice). En el próximo libro que voy a hacer las voy a decir”, me indicó, como si no fuese suficiente el insoportable calor de esa luz que ha recibido desde el 1974. Dar golpes y recibirlos, debe pensar, es hasta el final.

Para que escriba el libro piensa en el periodista Chú García, otro veterano combatiente que, como los arqueros, acierta de lejos con sus palabras. “Chú García me conoce desde niño. El sabe mi vida. ¡Quién mejor que Chú García!”, lanza esas palabras con la misma certeza que su gancho de izquierda. Solo que a Chú García no le ve hace mucho tiempo, pero es algo de lo que alguna vez habló con él. “Chú es mi amigo y es un buen escritor”, lanza ahora su largo recto de derecha, rematando. Entonces, en un rápido paso lateral tan sorpresivo como característico en sus peleas, también se lo propone a este reportero. Algo que yo solo consideraría si Chú García no está disponible, le señalo, porque en asuntos de palabras no debe haber competencia, sino reconocimiento.

“Yo estoy claro con lo que he hecho en la vida”, admite sin problemas. Pues que surja la vida y se cuelgue al sol para que termine de secarse a la vista de todos, pienso yo, ahora que ha “domesticado” su ira. Pero, ¿por qué querría hacerlo si, ya debe saber, no es el camino a convertirse en la leyenda grandiosa que merece ser?

Para aportar a una interpretación alterna, tal vez al explicar hasta la saciedad su vida logre Gómez expiación y redención, pagar la culpa, es decir, buscar comprensión y ser perdonado por sus flaquezas, por no convertirse en el más grande de todos a pesar de su potencial, y de paso exponer a los canallas al revelar los intrincados movimientos a los que se tiene que enfrentar un boxeador en ese tinglado gelatinoso que es la industria del boxeo, cuya lona recubierta de dinero, más resbaladiza que las cáscaras de guineo, ha hecho caer a más de un boxeador.

El poeta Kavafis, contrario a las intenciones del Ulises de Homero, fue partidario de un viaje largo de regreso a Itaca. Ha sido largo también el camino de “Dinamita” Gómez hacia el reconocimiento, desde el día en que decidió partir para destruir hombres de su mismo peso por todo el planeta. Kavafis en su propuesta reconoce, y sin proponérselo Ulises lo logra, que aventura y sabiduría -una vida- encontrará en ese penar. Intima el poeta griego, sin embargo, tener siempre presente a Itaca como destino.

Y es aquí cuando a Gómez, la mirada larga que no logró una vez, vuelve a fallarle. Debió pensar más en su legado y no detenerse complacido y complaciente a dejarse llevar por el canto que carcomió la base de su leyenda. Erigió él mismo ante su camino aquellos enemigos que, advertía Kavafis, solo se yerguen si se llevan en el alma, en vez de aquellas emociones selectas “del espíritu y el cuerpo”. Pero eso es solo, debo aclarar, un punto de vista. Hay otro, el del propio Gómez, que puede haber definido lo que es “vida” a su mejor manera y del que está dispuesto a hablar.

A este momento ya se habrán preguntado por qué un reportero apela a la mitología y a la literatura para redactar una nota sobre un viejo boxeador, aunque no se trate de uno cualquiera. Y por más, de una manera tan seria y pesada. Debo ser parco en esto para no añadir más confusión al reportaje. Hay variadas escuelas de interpretación sobre los mitos, antropológicas, sicológicas, literarias. He tomado muy a mi conveniencia de cada una lo que me ha servido, según las he entendido, para interpretar la odisea de Gómez hacia la inmortalidad deportiva, ya ganada, por supuesto.

Pero ha sido A. W. Schlegel (el hermano gemelo de F. Schlegel), a través de una reseña de Daniel Vázquez sobre su obra (en el blog El vuelo de la lechuza), quien me ha dado el más simple y poderoso argumento para entrar en esos campos fuera de mis dominios. Los mitos son “poemas que reclamaban realidad por su propia naturaleza”, indica, porque si bien son el producto de la fantasía, esta resulta “la facultad fundamental del espíritu humano”, con lo cual quedo inmediatamente convencido.

Las hazañas de Gómez pueden ser inscritas dentro de la piedra que aprisionó a Excalibur, y espero que comprendan con indulgencia mi exageración. De los mitos, verdaderos en cuanto surgen del espíritu humano, siguiendo a A. W. Schlegel, se desprendía un conocimiento universal, cuando aun no distanciábamos la fantasía del entendimiento. Una interpretación de la vida de este pugilista provee entonces un marco que puede ser aplicado sobre otros fuera de serie que marcaron épocas. Este es solo un racionamiento, entre muchos otros posibles, y una sola perspectiva entre otras tantas.

La fatalidad de esta figura trágica (en el sentido clásico), y a la que en ningún momento se le niega su grandeza y valentía en el rudo deporte-industria del boxeo, y al contrario, consiste en los caminos de ida y regreso que ha tomado. Es por ellos, o, a pesar de ellos, que lo logra, tomando inclusive en ocasiones las rutas más largas, y que aquí hemos descrito.

Hay mucha autoconciencia en este boxeador, demasiada tal vez, en su camino a convertirse en leyenda. Debemos recordar en este momento que el poeta no siempre puede explicar todos los versos que escribe, hay mucho flujo del inconsciente y también se deja llevar por otras fuerzas que no domina, “musas” les llamaron alguna vez. En el boxeo, como en la poesía, hay una danza que se baila sin conocerla muy a fondo, así también en la vida, fluida, líquida, inundándolo todo.

Dixie

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