LA PREGUNTA POR LA VERDAD EN TIEMPOS SICÓTICOS*

Lo cierto es que hoy en día a muy pocos les interesa la verdad, y no creo que la masa (como la define Elías Canetti), o la multitud (Toni Negri, más recientemente), arda en deseos de querer conocer lo que no sabe. Más bien desea que le constaten, sobre todo que la prensa les constate, lo que ellos han pensado, lo que creen que saben, sus conclusiones. Creo que prefieren continuar felices con lo que tienen y/o hacen.

El problema con no interesarse en la verdad es que deja de ser importante la pregunta por la verdad. Y de las preguntas por la verdad es que vivimos los periodistas, no solo los filósofos. Sin embargo, son las preguntas las que deben conducirnos a la verdad de las cosas. Lo ha sido desde Sócrates.

Por irrazonable que parezca, estamos en una época caracterizada por la ausencia de preguntas que nos conduzcan a la verdad. Por preguntas críticas. Me imagino que uno de sus corolarios es que tampoco son importantes las respuestas a esas preguntas. ¿Y para qué? Si ya la muchedumbre tiene sus conclusiones.

¿Dónde deja eso al periodismo? Pues lo deja muy mal parado. Nos obliga a ejercer el peor periodismo que se puede hacer. Ese en el que reseñamos algo que está pasando en ese momento. Y mañana volvemos a narrar lo que ocurre en ese momento, y así al siguiente día.

Le damos a la multitud el presente continuo que pide. Eso es perpetuar la misma realidad, día tras día, sin que aparente moverse. Aunque inclusive pueda estar moviéndose la realidad, inclusive ser otra la realidad.

Leo periódicos diariamente desde el 1966, cuando mi padre ingresó en el periódico El Mundo y nos traía las dos o tres ediciones que publicaban diariamente. Y les puedo asegurar que desde entonces, todos los días, he encontrado una muerte que nos llama la atención, una negligencia policíaca, un caso judicial que todos llaman el juicio del siglo, un político que debía trabajar de payaso, una crítica ridícula de la oposición política y una contestación oficialista igualmente ridícula.

Nos hemos afanado en vivir un continuo presente, al que con los años llamamos pasado, pero no lo es, es el mismo presente. Pasado fueron asuntos como la revolución de Cromwell, la francesa, la norteamericana, la revolución industrial, la llegada al poder de Hitler, Stalin, Mussolini, o Roosevelt, la Gran Guerra o la Segunda Mundial, Viet Nam, Afganistán, el trío de Figueres, Rómulo Betancourt y Muñoz Marín, el aislado Castro, la transformación económica de India y China.

Pasado es que Napoleón haya invadido los principados alemanes e irónicamente les haya legado un sistema político mucho más democrático y de avanzada, y la idea de nación.

Pasado es aquel hecho que haya podido agregar un peldaño a la conciencia de sí de la humanidad, de su capacidad, de su potencial, de su libertad.

Preguntémonos qué peldaños reseñamos los periodistas en Puerto Rico. O es que continuamos reseñando, días tras día, la misma muerte sospechosa, la misma crítica ridícula de la oposición política y la misma contestación ridícula oficialista.

El país, si avanza, no lo ha sido porque se haya enterado a través de los ojos de los medios informativos.

En “Elogio de la sombra”, Borges destaca que Demócrito de Abdera se arrancó los ojos para pensar. Sospecho, sin que lo diga, que para ver más allá de la naturaleza, siempre repetitiva, reiterativa. Y que el tiempo ha sido para Borges su propio Demócrito.

Entonces, qué podemos hacer los periodistas para evitar la letanía, el mantra, la nada. Una opción es arrancarnos los ojos, o cerrarlos, para evitar dramatismos innecesarios, a las cosas que se repiten y tratar de ver más allá.

Otras cosas también podemos hacer los periodistas, entre ellas escribir libros relacionados con nuestra materia de trabajo, si es que tenemos algo que aportar. Los reportajes periodísticos tienen fecha de caducidad. Más corta o más larga, dejan de tener su importancia relativa. Excepto si transformamos su literariedad. Es decir, si los convertimos en libros. Para esto, sin embargo, se requiere varias cosas: incorporarle contexto, ver su necesidad más allá de la inmediata, análisis, y teoría. Todos amarrados por el mejor uso posible del lenguaje.

Para que perdure un reportaje periodístico, para hacerlo esencial más allá de su momento, tiene que convertirse en literatura. Entiendo que por causa de esa transformación la veracidad de los hechos pudiera ser impugnada. Entonces sería una cuestión de arte el mantenerla. Hay varios excelentes modelos a seguir: Jack Reed, Vasily Grossman, Kapuscinski, Alexievich, quien, con sus reportajes periodísticos, ganó el Nobel de Literatura, y no es casualidad.

Ahora bien, y para añadirle pertinencia al tema del conversatorio, hacerle frente a unas verdades jurídicas pudiera darnos una base de datos más confiable que una investigación periodística. Con esa información podemos hacer dos cosas: un libro sobre esos hechos, o literatura basada en esos hechos, como hiciera, por ejemplo, Truman Capote en su novela “A Sangre Fría” (non-fiction novel).

Pero hay que tener cuidado con las verdades jurídicas, porque no siempre son ciertas, y definitivamente son incompletas. Tomemos el caso de asesinato contra Jonathan Román Rivera, a cuyo juicio asistí y posteriormente investigué. Si yo hubiese escrito un libro basado en los hechos adjudicados en ese juicio, habría equivocado la realidad. Con eso quiero destacar, además, que el tiempo, la maduración, debe ser un aliado del que se dispone a escribir un libro.

La investigación que hice luego de ese juicio se produjo precisamente porque no estuve de acuerdo con esas verdades jurídicas adjudicadas por un jurado. Es decir, cuando se cubre un juicio el periodista también debe aquilatar la prueba con sobriedad, con la mayor objetividad respecto a los hechos que se le presentan. Lo hace el jurado, cuya capacidad es tan media como la de los reporteros.

Y no es fácil. Nosotros también llegamos cargados de historia (biografía) al juicio. Pero en algún momento, como reporteros, decidiremos de qué lado nos ubicamos, y desde ahí seguiremos mirando la prueba. Seremos objetivos respecto a los hechos, pero estaremos fuertemente motivados respecto a las injusticias. No somos neutros a la hora de sentarnos a escribir, aunque creamos serlo. Un jurado tampoco lo es. Nadie lo es. Recuerden: la biografía.

Cuando escribimos, lo que hacemos es desarrollar una idea basada en la evidencia que desfila ante nuestros ojos, proponemos una tesis, una teoría. Mi libro sobre el caso de la Viuda Negra (Las sangres que lloran, reportaje investigativo) arrancó precisamente de mi clara convicción, basada en la evidencia apreciada, de que Jonathan era inocente, y mi fuerte sospecha sobre la participación de Aurea Vázquez Rijos en el asesinato de su esposo Adam Joel. Mi investigación señaló su participación.

Otro cantar es si resultaba culpable en un juicio, o no. Aunque la evidencia que yo obtuve fue puesta a prueba en ese otro foro, y pasó su crisol, realmente no era importante para el propósito del libro.

Cuando se escribe un libro basado en asuntos jurídicos, no habría aportación alguna al lector si no se provee otros datos importantes para conocer los hechos que se juzgan o juzgaron. La prueba que desfila un fiscal y si acaso la defensa, se limita a evidenciar ciertos hechos muy estrechos, los que estén sujetos a la denuncia. Más allá de eso, no existe el mundo.

El trabajo periodístico, cuando se publica en libro, es distinto. No solo es resumir los acontecimientos al descubierto en el juicio. Nuestro trabajo consiste en hacerle comprender a nuestros lectores qué, quiénes, cómo, cuándo y por qué se llegó a esos hechos. Debemos descubrirle a nuestros lectores precisamente ese mundo que no desfilará o no desfiló como prueba en una corte. Debemos traducirle el alma de esas personas a los lectores.

En Las sangres que lloran, publicado en el 2015, se aporta la evidencia que años más tarde la fiscalía federal presentó en corte. Mi investigación publicada en El Vocero sobre el caso Jonathan había corrido contrareló, porque el FBI me seguía los pasos. Y porque mi serie investigativa, fuertemente motivada por la injusticia cometida, tenía un claro propósito. Contrareló fue la necesidad de publicar los resultados de esa investigación, pues una persona inocente estaba presa y su vida corría peligro en la cárcel. Esa situación descartaba publicar los hallazgos en un libro, una tarea usualmente lenta y de poca circulación. Establecido mi objetivo, un medio noticioso era el vehículo adecuado para eso.

Es decir, una investigación periodística tiene sus propios objetivos, y estos determinan si se publica en un medio diario o en un libro que, si posiblemente más corpulento, como dije, es definitivamente muy lento y de alcance limitado.

Para Las sangres que lloran, que es el caso de la Viuda, tuve el tiempo suficiente entre lo que estimé que sería el comienzo del juicio y el tiempo para investigar, redactar y publicar. Mi necesidad no era inmediata, sino aportar a la comprensión de los hechos complejos que se habían suscitado. Necesitaba revelar cómo habían llegado a esa situación, de esas que llamamos “terminal”. Necesitaba revelar las almas de los protagonistas.

Cómo podía ayudar a plantear esa comprensión de los hechos es lo que me obligó a utilizar el formato de libro y no reportajes periodísticos menos intrincados, más sucintos, limitados por el espacio o el tiempo.

Cuando se escribe un poemario, un libro de cuentos o una novela, así como una serie de reportajes investigativos que exponen unas situaciones, además de los datos, hay también una idea o teoría no necesariamente explícita. Es un concepto que se deduce de una lectura cuidadosa.

En este libro planteo que si bien la humanidad no ha dejado de padecer el sufrimiento agotador de existir y de toda su condición humana, sí ha perdido, en palabras de Gustavo Dessal cuando interpreta a Lacan, la capacidad, y cito, “de leer en el dolor los signos de la verdad”. Se refiere el ensayista a perder el sentido trágico de la vida.

No estoy en condiciones de elaborar aquí este aspecto. Pero sí puedo aclarar que el hombre ya no extiende un espacio entre lo que quiere y lo que es posible. Ahora cree que todo es posible, y me refiero a la  felicidad permanente. Eso que una vez en esta Isla definimos como “baile, botella y baraja”.

Aquella receta prescrita por los antiguos dioses, y cuyo trago amargo se nos imponía, la del sentido de nuestras vidas, ha caducado. Ese destino que se nos imponía desde fuera se ha convertido en estos días en un presente inagotable en el que solo buscamos ser felices o mantenerla sin miramientos.

Aurea Vázquez Rijos se sintió con todo el derecho de extender a perpetuidad su presente tan feliz, aunque fuese a costa de la vida de su esposo. El era el obstáculo para una felicidad continua pues la iba a dejar, y con poco dinero, que por supuesto era la base de su felicidad. Sin ser lacaniano, por no haberlo estudiado con suficiencia será, sí puedo coincidir en que se trata de una subjetividad sicótica.

¿Y qué significa eso a la larga para nosotros los periodistas? Pues que la primera víctima de muerte en estos tiempos nuevos es la pregunta por la verdad. Si estamos todos tan ocupados en perpetuar la dicha que padecemos, encontrar la verdad puede ser un tropiezo peligroso. Así que poco a poco hemos ido dejando de preguntar por la verdad, cualquier verdad, por lo terrible que puede ser su contestación.

Ahora tenemos certezas sobre todo. Es decir, hemos ido dejando de ver lo que significan los síntomas terribles de estos tiempos. Nos hemos arrancado los ojos, pero no para pensar, como Demócrito y Borges, sino para evitar que la realidad contamine nuestra eterna fiesta.

Y otra cosa más, muy breve, debo plantear: esa búsqueda permanente de la gratificación inmediata genera un estado de atención deficitaria (lo vemos en la adicción a las redes sociales) que no permite una más larga prestación intelectual a los asuntos más complejos, como el arte o la política, por ejemplo, la teoría.

Esa corta atención que cada día más le damos a las cosas, ha impactado la manera de hacer periodismo. No se trata una confrontación entre los medios tradicionales que están passé y de hacer cosas nuevas debido al desarrollo de la tecnología. Eso no es cierto. Pudiera parecerlo, pero me cuesta comprender que pensar largamente sea algo que pueda estar sujeto a la moda. O peor, buscar la verdad de las cosas, como sea que se busque, no puede estar sujeto a las fuerzas y necesidades del mercado. Y en este momento, el periodismo ha caído, por decirlo así, en el torrente deficitario de la atención, donde las verdades se suceden en cascada, distintas una tras otra, conflictivamente, sin pausa y sin certeza, sin nada contra lo que argumentar, por lo fluida, -perdiendo en ese sentido su metodología científica-.

Mi posición es que eso ya no es periodismo. Inundar con información, -que con toda posibilidad no lo sea porque impugna su propia definición- se me parece a una persona que ni por un minuto deja de hablar de lo que sea y que para algunos parece alguien muy bien informado, hasta que alguien más perspicaz descubre que simplemente se trata de una persona con un desorden de atención de déficit con hiperactividad que, simplemente, no puede parar de hablar. Parece entonces más un problema sicológico que un asunto de comunicación.

No es información, son meros datos que muchas veces resultan en opiniones sobre datos o creencias no basadas en evidencia lo que nos está cayendo encima, ahogándonos tanto por su cantidad como por la toxicidad de la opinión pública, con la que se mezcla.

Byung-Chul Han, en La agonía del eros, denuncia que “la tremenda cantidad de información eleva masivamente la entropía del mundo, y también el nivel de ruido. El pensamiento tiene necesidad de silencio. Es una expedición al silencio”. (Y aquí les sugiero leer White Noise, de Don DeLillo, para que vean en su extremo contrario lo que ocurre cuando se busca evitarlo.)

Si bien estoy de acuerdo, es, sin embargo, una muy particular y genérica caracterización lo que hace el filósofo de la palabra información. Para un periodista, una definición más eficiente puede ser la siguiente: “grupo de datos ya supervisados y ordenados, que sirven para construir un mensaje basado en un cierto fenómeno o ente. La información permite resolver problemas y tomar decisiones, ya que su aprovechamiento racional es la base del conocimiento. Por lo tanto, otra perspectiva nos indica que la información es un recurso que otorga significado o sentido a la realidad, ya que mediante códigos y conjuntos de datos, da origen a los modelos del pensamiento humano”.

Y se explica que un conjunto de datos que se integran “terminan por generar la información que se necesita para producir conocimiento”. Un libro debe proveerlo.

Para cerrar, es aquí cuando emplazo al lector a que se pregunte si luego de leer un periódico o de escuchar las noticias de radio o televisión, la “información” que lee o escucha le permite tener una visión adecuada de la realidad de tal forma que se reduzca la incertidumbre sobre algún asunto y pueda tomar decisiones basadas en evidencia o conocimiento.

Muchas gracias.

* Esta lectura fue preparada para ser leída en el conversatorio “Del juicio al libro: más allá de la cobertura judicial”, el 29 de noviembre de 2018 en la librería Casa Norberto Libros & Café, en la que varios periodistas que hemos escrito libros sobre casos que terminaron en los tribunales o basados en casos juzgados, debimos exponer nuestra propuesta sobre el tema. Debido al carácter puramente anecdótico y coloquial al que se dirigió el conversatorio, decidí no desentonar con mis chillidos tan agradablemente cálida y participativa atmósfera, y no leí mi lectura, que ahora pongo a la disposición de otras mentes más templadas, si bien, usualmente menos participativas.

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