
BioGeografía
“Y caí otra vez, porque padezco de ansiedad y recaí”, dijo el adicto. Sabe que, él solo, no puede vencer su trastorno adictivo. Más aun, reconoce perfectamente un problema fundamental que lo ata a los paraísos artificiales: su problema de ansiedad. Los científicos sociales igualmente saben que, él solo, no podrá vencer el problema y que hay otros elementos que igualmente lo empujan a las adicciones.
El sentido de las normas tal y como las habíamos conocido ha colapsado. Lo vemos en gran parte del mundo, y en Puerto Rico no es diferente. Socialismo bolivariano, capitalismo corporativo o de estado, socialdemocracias, otros países, ven deshacer sus sociedades, lenta o de manera avanzada. Hay indicios alarmantes. Los puertorriqueños, en términos generales, conocen que, no por matarse trabajando durante toda su vida productiva, lograrán elevar su nivel de vida. De hecho, ha ocurrido lo contrario, se han desclasado. Es entonces una vida sin expectativas. Ya ni siquiera hay que obedecer normas tan básicas como las de hacer un pare en la carretera.
Por supuesto, se replantean los más adultos si sus objetivos y sus métodos fueron los correctos, y los jóvenes cuestionan el valor de seguir las normas que no le reportan gratificaciones a corto ni a largo plazo. El horizonte de las expectativas se ha desdibujado. Con gran razón pueden imputarle al estado ser el responsable de que no se les haya provisto de las posibilidades para un mejor desarrollo. El problema de la crisis fiscal es solo el ejemplo más reciente de cómo el estado falló en mantener la coherencia social y traicionó los objetivos sociales. En este momento el estado es el mayor promotor de la desestabilización social. No es casualidad que las grandes corporaciones privadas (una vez llamadas multinacionales) acumulen el mayor nivel de ganancias en toda su historia, mientras los pueblos agrandan sus diferencias económicas. En algún momento en los últimos 40 años el estado confundió sociedad con corporación y privilegió la segunda a costa de la primera. Con gran coincidencia, el periodista y novelista argentino Martín Caparrós se quejaba en su columna en The New York Times (NYT-28 de mayo) del orden social injusto que dejó atrás hace 40 años, cuando tenía 20, y como el de hoy es diez veces peor. Prefirió Caparrós adjudicar a su generación el fracaso de adelantar una sociedad más justa, los que lo intentaron y los inmovilistas, “entre todos lo cambiamos para mal”.
El problema es amplio, así que hay que delimitarlo. Me interesa uno al que se le destina ingentes cantidades de dinero público, sin nada a cambio. Y de entrada advierto que las teorías conspirativas solo despistan el problema.
“Las estructuras sociales ejercen una presión definitiva en ciertas personas de la sociedad, de tal manera que producen una conducta inconformista en vez de una conformista”, asegura el sociólogo clásico R. K. Merton. Los convencionalismos que hemos conocido de toda la vida ahora son disputados duramente porque, al final del camino, resultaron ineficientes para garantizar la continuidad y aumento de la calidad de vida.
La crisis fiscal no hace sino exacerbar la anomia, pues es cada día más difícil lograr los objetivos -ya minimizados- que cada cual se ha trazado. Hasta la educación, que es el instrumento emblemático para ascender en la escala social, para salir de la pobreza, está en bancarrota. No solo por la crisis fiscal que enfrenta, sino porque tampoco garantiza la movilidad social. No en estos tiempos. Esta disociación entre las aspiraciones de las personas y la posibilidad real de lograrlas produce sin duda desorden social. Uno de esos escapes de la realidad son las adicciones a sustancias controladas. Las ilegales causan no solo un daño físico al que la usa, sino que la red que la sostiene destroza otras vidas, literalmente.
La mayor parte de los delitos de violencia contra las personas y la propiedad ocurridas en Puerto Rico en 2016 estuvo vinculada con el narcotráfico y la adicción a las drogas ilegales. Hasta un 60%, según las estadísticas de la Policía para esa fecha, de los asesinatos, robos, agresiones, escalamientos, apropiaciones ilegales y los hurtos de autos está asociado con la búsqueda de dinero para satisfacer las adicciones o para promover y proteger el narcotráfico, que incluye la compra y uso de armas ilegales: la violencia.
Entre el 2000 y el 2016 fueron asesinadas en la Isla alrededor de 14,167 personas, casi el 90% a tiros. Mientras, el 68% de casi 24,000 muertes violentas en las últimas 30 años está relacionado con las drogas, según datos aportados en un congreso local reciente sobre trata humana en la Universidad del Este. En una sociedad que ha visto reducirse su población de 4 millones de personas a 3.4 millones durante la última generación , el promedio de 885 asesinatos por año no es solo una cifra alarmante, sino que muestra un perfecto descompuesto en el entramado social. La Isla es una centrifugadora que nos arroja de su centro y apenas nos sostenemos para no salir expulsados de sus límites sociales, económicos, morales. Y geográficos. Tampoco es la primera vez que ocurre un éxodo en Puerto Rico, “me voy al Perú”, se solía decir en el Siglo XVII.
Es tan extrema la incidencia criminal en la Isla que hasta el 71% de los delitos ocurren en las vías públicas, 10% en los caseríos, 6% en centros nocturnos y discotecas. Hubo 14 asesinatos en comercios y centros comerciales (2%), precisan esas mismas estadísticas. En algún momento cada puertorriqueño o un familiar tendrá la terrible experiencia de presenciar un crimen violento -un asesinato, un carjacking, un robo, un escalamiento, una agresión- si no es que la sufre él mismo. En todo caso, ambos son víctimas de una potencia económica oculta que algunos cálculos locales estiman de casi $400 millones en ventas anuales, aunque me temo que ese reciente estimado es muy conservador si asumimos un estudio de mediados de la década de 2000 que fijó la economía subterránea en 14,000 millones de dólares, de los cuales 9,000 pueden adjudicarse al tráfico de drogas.
Víctimas, como lo somos todos, que sin percatarnos pisamos la misma brea donde han muerto tantos relacionados con las drogas. Las noticias sobre los asesinatos duran lo que la sangre en secarse, para frasear al periodista Alberto Arce al reportar sobre los muertos en San Pedro Sula (una vez la ciudad con más asesinatos en el mundo), en Honduras. Hoy día preferimos desviar nuestra atención a los deportes o los artistas populares y los chismes, si acaso leer de los periódicos nuestro problema fiscal y económico, la junta de control fiscal, para el que cada cual tiene una teoría que la conjure. Yo también tengo la mía. Estamos parados sobre ella. La sangre derramada, sangre adicta, sangre narco, sangre inocente, sobre la que va deslizándose la sociedad peligrosamente. Comenzar a resolver ese asunto es ya recuperar el mejor rostro de Puerto Rico que, oculto y avergonzado, se niega a mostrarse. Encontrar la estrategia adecuada, sin embargo, puede reñir con ciertas tradiciones, que poco sirven si no le dan sentido a la vida. Tradiciones que tampoco dejan avanzar en otras direcciones.
El deterioro social que resulta del eje adicción-narcotráfico no se ha detenido desde que Harry J. Anslinger, sentado en su oficina en el Negociado Federal de Narcóticos del Departamento del Tesoro (encargado de la Ley Seca) y que dirigirá por 32 años (hasta el 1962), continuó la guerra contra las drogas, iniciada en 1914 con la Ley Harrison, que prohibió el uso no médico de opiáceos y cocaína. Creía firmemente Anslinger, descrito como un “emprendedor moral”, que la marihuana convertía a las personas en “asesinos esclavizados por la droga”. Esa impresión tan radical como incorrecta ha cambiado hoy día, sin embargo, esa guerra gubernamental contra las drogas continúa como si todavía fuese cierta esa impresión.
En 1919 la Ley Volstead (con vigencia a enero 1920) prohibió el alcohol y en 1924 la heroína. En ese lapso de tiempo, hasta 1933, cuando se excluyó al alcohol de la prohibición, ocurrieron las guerras callejeras más sangrientas en la historia de Estados Unidos, siendo Al Capone su rostro más conocido, pero no menos el de Arnold Rothstein, cuyo asesinato en el 1928 desató la lucha por el control de las drogas en Nueva York, que monopolizaba. Cuando se permitió nuevamente el uso de alcohol, con ello se detuvo la guerra entre pandilleros y los miles de muertes por intoxicación que causaron los destilados preparados clandestinamente. La competencia abierta del mercado había logrado producir un mejor producto, regulado por el gobierno, en lo que es llamado la “ley de hierro de la prohibición”. Esta regla es importante por un asunto que verán más adelante en este reportaje. Mientras tanto, sin pandilleros de alcohol que perseguir, Aslinger se vio obligado a cambiar la misión de su oficina y justificar los recursos que se le destinaban; ahora abriría un frente contra las drogas.
La guerra contra el alcohol tiene unas cifras que prefiguran la guerra contra las drogas. En la década de los “roaring twenties” hubo 500,000 arrestados, penas de reclusión que alcanzaron 33,000 años, 2,000 muertos en la guerra entre pandilleros, y 35,000 intoxicados por alcohol, apunta Hans Magnus Erzensberger en La balada de Al Capone: mafia y capitalismo.
Mañana habrá en Puerto Rico alrededor de 11,000 personas que forzosamente no irán a trabajar porque están encarcelados. En promedio, no menos del 60% de ellos por delitos relacionados con las drogas. Cada uno le cuesta al estado unos $40,000, anuales, según datos públicos, que en aritmética sencilla son algo así como $440 millones. (Por cierto, encarcelados muchos de ellos porque no tienen $500 o $1,000 para pagar la fianza.) Y si se quiere, a los $440 millones puede sumársele los ingresos que los confinados han dejado de generar a la economía, y otros costos de victimización (tangibles y no tangibles) debido a sus delitos, que pueden ser estimados entre 0.10% hasta el 2.0% del Producto Interno Bruto (PIB). Para América Latina, en promedio, el costo social del encarcelamiento ha sido estimado en 0.48% del PIB (Los costos del crimen y de la violencia: nueva evidencia y hallazgos en América Latina y el Caribe 2016, publicación del Banco Interamericano de Desarrollo).
En estos momentos las cárceles de Brasil, las cuartas más pobladas del mundo después de, en este orden, EE.UU., China y Rusia, están anegadas en sangre debido al narcotráfico y a las adiciones, reportó Al Jazeera en marzo. Unos 56 confinados murieron el 1 de enero de este año en un motín de 17 horas, asesinados a manos de otros en la lucha por controlar los puntos internos de drogas. No todos los muertos estaban involucrados en esas pugnas. También había sumariados, denunciados por otros delitos que no fuese el narcotráfico, reos que aun esperaban juicio. Los sumariados componen el 40% de su población carcelaria. Es decir, y el dato es importante, son gente no culpable a tenor con los procedimientos judiciales. Todos, víctimas de la negligencia del estado que no ha implantado una política correctiva eficiente, humanista. En el 1992 el ejército brasileño mató a 111 prisioneros alzados. En el 2016 murieron 379 confinados a manos de otros, hoy ya van por 130. De la única manera que se puede entender que se permita o se cometa este genocidio es si esa es la política pública del estado. De otro modo, solo representa un método fallido para enfrentar la situación. Un aumento de 270% de encarcelamiento entre el 2000 y el 2014 es evidencia de ello. En las últimas cuatro décadas, según The Atlantic (julio-agosto 2015), en Estados Unidos han nacido tres millones de niños con una madre o padre encarcelado. El número de mujeres encarceladas en EE.UU. ha aumentado 800% desde la década de 1970, se añade. Según datos de ese medio de comunicación, el 82% de las mujeres confinadas en EEUU son por ofensas no violentas.
La política pública carcelaria es umbilical con la política prohibicionista. “Estados Unidos sigue siendo el principal carcelero del mundo superando en el uso de esta penalidad a gobiernos de claro corte totalitario. Esta tendencia al dominio del encierro remite, a su vez, a lo que para muchos criminólogos aparece como tres grandes fallas del sistema penal norteamericano: la tendencia a encerrar demasiadas personas por demasiado tiempo, la criminalización de actos que no deberían ser criminalizados, tramitados en el uso del significante felon en sustitución del misdeaminor y la producción de leyes cuya vaguedad es tal que no siempre es posible discernir si las mismas han sido transgredidas o no”, explica la socióloga Madeline Román. Esta es una “cultura del castigo que descansa cada vez más en la opinión pública”, critica de paso la autora, y que Puerto Rico ha clonado con idénticos resultados.
“Los individuos que van a la cárcel con problemas –abuso de sustancias, trastornos de salud mental, escasa educación- tienden a salir con esos problemas exacerbados”, encontró la Comisión Rikers, a la que se le encomendó investigar las condiciones carcelarias de la prisión de 8,000 presos. La Comisión Independiente de Reforma del Sistema Criminal y Carcelaria de New York recomendó la clausura de Rikers Island. “La cárcel es un microcosmos de todo lo que va mal en el sistema judicial de America”, se asegura en una reseña sobre la investigación en la revista The Atlantic (9 de mayo de 2017).
Incluso, en el informe Los costos del crimen y de la violencia se alude a un informe del Consejo de Asesores Económicos de la Casa Blanca sobre el encarcelamiento. Si las políticas no se implantan adecuadamente, “el impacto en la sociedad a lo largo del tiempo podría ser aun mayor en términos de crimen y violencia”; además, “el encarcelamiento es costoso y no es necesariamente rentable en la lucha contra el crimen en comparación con otras políticas”.
No es difícil darse cuenta de que “las prisiones están repletas. Las calles rebosan de drogas. ¿Quién está ganado la guerra?” (John Grisham, en la novela Un abogado rebelde). La suma de los críticos va aumentando el tono. No es un coro que cante la resignación, la aceptación de la derrota frente al mal de las drogas. Es más bien un canto de advertencia, de tragedia por haber enfrentado las cosas de manera equivocada. Solo que la gritería de los políticos populistas es más alta, ruidosa y confusa. Mediática y sensiblera. Oportunista.
Esa política carcelaria, que ha producido una verdadera crisis que en algún momento el año pasado en EE.UU. pareció moverse hacia un cambio que finalmente no logró, encarna algunas de las formas desacertadas para resolver los problemas sociales. Es, de hecho, contraproducente. La cárcel “fabrica un verdadero ejército de enemigos interiores… contribuye a crear una población homogénea de criminales que se solidarizan” (Foucault), según citado en el ensayo de la socióloga. La cárcel afinca la cultura de violencia en los confinados. En Puerto Rico se perpetúa esa misma política de resolver los asuntos de criminalidad, pero no por falta de información. El gobierno de la Isla no está ajeno a análisis críticos de ese modelo. Un informe de la gubernamental Comisión de Derechos Civiles trazó en el 2009 el paso hacia un paradigma de rehabilitación. Los modelos alternativos, sabemos, no tienen mucha suerte en el país, aunque con los viejos modelos las cosas vayan peor.
The Washington Post (TWP) advirtió en un reportaje del 28 de abril de 2015 que de esa política carcelaria solo se estaban beneficiando las empresas privadas que construyen y administran cárceles. Sus cabilderos han donado tanto dinero a los políticos como las farmacéuticas, los petroleros, los fabricantes de armas. A esa fecha manejaban 130 prisiones, con 157,000 camas, y tenían ingresos de 3,300 millones. Las empresas carcelarias doblaron su población entre el 2000 y el 2010. El TWP cita del informe anual 2014 de la compañía Corrections Corporation of America (CCA) lo que parece una queja: “La demanda por nuestras instalaciones y servicios pueden ser afectadas adversamente por el relajamiento en los esfuerzos de ley, la leniencia en las convicciones o los parámetros de probatoria o en la despenalización de ciertas actividades… cualquier cambio respecto a las drogas y sustancias controladas o inmigración ilegal afectaría el número de personas arrestadas, convictas y sentenciadas, de este modo, reduciendo potencialmente la demanda de instalaciones de corrección”. Por cierto, los inmigrantes ilegales componen el 25% de esa población.
En Estados Unidos “el encarcelamiento ha aumentado un 19% entre 1995 y 2012, pues la población carcelaria pasó de 595 reclusos por cada 100,000 habitantes a 709 reclusos por 100,000 habitantes”, apunta el informe Los costos del crimen y de la violencia. Si Estados Unidos recogiese sus sobre 2.3 millones de confinados en un solo lugar, conformarían el 35to estado de la unión en población. Esa guerra contra las drogas ha perpetuado una visión única, de tolerancia cero, para enfrentar el problema: añadir delitos, penas más largas, entre ellas a los reincidentes, endurecimiento en las restricciones para cualificar para la libertad condicional, etc. De esa misma manera ha aumentado el presupuesto asignado al encarcelamiento, y a las empresas privadas dedicadas a ello. A la empresa privada le conviene, para obtener ganancias de su inversión, mantener esa política pública de castigo y cabildea a su favor, como sugiere el informe anual de CCA.
Cerca del 80% de los 25,000 confinados en la República Dominicana cumplen sentencias por narcotráfico, homicidios y robos, reveló la Procuraduría General de la República a finales de marzo, según citado por la agencia de noticias Inter News Service (INS).
Entre 1995 y 2012 el total de encarcelados en América Latina y el Caribe aumentó dramáticamente, de 101.2 reclusos por cada 100,000 habitantes a 218.5 reclusos por cada 100,000, un incremento de 116%. “Sin embargo, el crimen aumentó más aun en este periodo, y las tasas de homicidios regionales se duplicaron, pasando de 13 a 26 homicidios por 100,000 habitantes”, advierte el informe del BID.
La cantidad de reclusos en Puerto Rico se ha ido reduciendo en números absolutos, pues en algún momento la cifra llegó a cerca de 15,000 o más. Sin embargo, fueron días en que la población rayaba los 4 millones. Y aun con esa cantidad de confinados, el país vio una constante delictiva en todos esos años. Hoy, si juntásemos en un mismo lugar a nuestros presos, fundarían un municipio pequeño, y con mejores ofrecimientos de vivienda, alimentación, salud y seguridad de los que usualmente tienen las personas en los municipios, cuyas desigualdades se han incrementado dramáticamente desde la década de 1980. La cantidad de reos en libertad bajo palabra, esa cadena extendida, es, por otro lado, de una cantidad considerable. Hay municipios con menos población que la encarcelada con apenas $5 millones de presupuesto. El presupuesto consolidado de Maricao es de $4 millones, entre fondos estatales y federales, con poco más de 6,000 habitantes. Mientras, Yabucoa tiene apenas 15.4 millones de presupuesto para una población de 37,665. El presupuesto estatal del Departamento de Corrección y Rehabilitación para el año fiscal 2016-2017 fue de $375 millones, para un promedio de 11,000 presos. Ese presupuesto queda prácticamente inalterado para este próximo año fiscal 2018.
Ahora, si todos los adictos de la isla se ubicaran en un mismo solar, nacería un municipio mediano, con sobre 44,000 enfermos. En Estados Unidos conformarían un estado mediano de casi tres millones de habitantes.
II Políticas enfrentadas Suzanne Roig Fuertes, administradora de ASSMCA, indicó en una breve entrevista con este reportero el día de su presentación al cargo, que se ha propuesto hacerle llegar a los adictos los programas de la agencia. “Sabemos que podemos hacer la diferencia”, afirma con fe insospechada, apostando a que “vamos a lograr que todos nuestros servicios, nuestros programas sean accesibles” a los dependientes de drogas. “La población no está en el edificio, la población está en las calles. Así que tenemos que cambiar nuestra visión como profesionales de la conducta humana y salirnos de las cuatro paredes e irnos a la calle y procurar llegar a estas personas y extraerlas para tratamiento de una manera salubrista”, revela con la certeza que las propias evaluaciones de la agencia (Presentación del 15 de julio de 2016 de la Oficina de Planificación de ASSMCA) demuestran: acceder a los servicios es el principal problema reportado.
También son expresiones entusiastas que suelen surgir al inicio de cada nuevo gobierno. Luego la insuficiencia de recursos podría recortar las alas de esas promesas en esa agencia que ha visto desfilar a otros especialistas, algunos de ellos con visiones tan liberales como la del Dr. Salvador Santiago, cuyo nombramiento sorprendió a muchos pero no su brevedad en el cargo. Santiago, un crítico férreo de la guerra contra las drogas y la política carcelaria -por considerarlas ineficaces- no tuvo el impacto necesario, y a largo plazo, en la política pública del gobierno. La ecuación “más interdicción=incremento de la violencia” ha sido hartamente evidenciada. Es cuando se reintensificó la guerra contra las drogas, en los años 70, que aumentó la criminalidad en Estados Unidos y el encarcelamiento de la población.
La falta de tratamiento de los adictos fue confirmada por un trabajo de investigación divulgado a finales de abril titulado “Estudio de la prevalencia de los trastornos siquiátricas y la utilización de servicios especializados de la población adulta de Puerto Rico”, con datos recopilados entre el 2014 y el 2016, por el Instituto de Investigación en Ciencias de la Conducta, del Recinto de Ciencias Médicas de la Universidad de Puerto Rico. El Estudio indica que de la prevalencia de SMI (Trastorno Serio), no se le da servicio especializado al 36.1%.
Este problema aumenta a casi el 60% de los jóvenes adultos (18-25 años), pues solo el 40.5% recibe servicios, que es precisamente el sector que suele tener mayor prevalencia en el abuso/dependencia de sustancias.
El grupo de edad 18-25, que es el de mayor riesgo de abuso de alcohol, son los que menos utilizan servicios especializados (solo 14.5%). “El 1.5% de la población cumple criterios para dependencia de alcohol. El uso de servicios especializados es significativamente más bajo entre personas con abuso de alcohol (17%) que en las personas con dependencia (30.2%)”, se informó. Los datos significativos indican la prevalencia en los diversos trastornos de ánimo, alcohol y drogas. Igualmente advierten de la escasa participación en el tratamiento. El servicio a las personas con abuso o dependencia de sustancias cae estrepitosamente: en el caso de drogas solo el 33.4% y 43.6%, respectivamente. Y lo que es peor, el 71.7% de los adultos con trastorno de sustancias cree que el tratamiento no les ayudará. Y con razón, no solo han experimentado el desasosiego, la ansiedad, sino que esos “otros elementos” asociados con las adicciones continúan acechándolos en las calles, como las desigualdades sociales, la desaparición del horizonte de las expectativas.
Desde la perspectiva pura del acercamiento, prevención y rehabilitación, tal y como se hace en este momento, las estadísticas son desalentadoras. “Se encontró una baja utilización de servicios en esta población. Esto necesita mayor evaluación para buscar alternativas y prevención dado (las) consecuencias negativas de la adicción a drogas”, concluye el estudio. “Mayor evaluación para buscar alternativas y prevención” serían las palabras clave en un país que suele incrementar las políticas que fracasan una y otra vez.
Roig Fuertes, una funcionaria de carrera en la agencia, asegura que dirigirá sus esfuerzos a la prevención temprana “para lograr los cambios que queremos. Sí, vamos a entrar con unos programas agresivos de prevención en niveles primarios más que nada, sin olvidarnos de los subsiguientes niveles de prevención”. ¿Qué nuevas perspectivas se pueden traer para combatir la drogodependencia que no sea la repetición del encarcelamiento a causa de la posesión?, pregunté. “Las agencias tenemos que trabajar de manera integrada. Porque el problema no es solo la adicción, sino que ese adicto tiene otros asuntos que si no son atendidos, su problema principal, que es su persona, no va a lograr la recuperación que necesita”, contesta.
En ese bosque espeso que es el mundo de la adicción, la administradora identifica no solo el problema de la accesibilidad a los programas, sino el de la condición mental. En la portada de la presentación mencionada sobre el programa de metadona de ASSMCA, se cita con acierto a un paciente de metadona: “Y caí otra vez, porque padezco de ansiedad y recaí”.
Siente ansiedad el adicto y resulta que esa condición tiene serias consecuencias. El Estudio de prevalencia de los trastornos psiquiátricos dibujó una sociedad en crisis mental. Aun así, el escaso dólar se pone en otros lugares, no en esa agencia. Los trastornos de ansiedad tienen una prevalencia de 12.5%, arroja el informe. Hay otros trastornos, graves, que inciden en el uso y abuso de sustancias. El trastorno del ánimo tiene una prevalencia en Puerto Rico de 10.4%; de 2.8 en ADD-ADHD. La prevalencia de trastorno psiquiátrico entre los adultos es de 23.7%, es decir, que cumplen con los diagnósticos del Composite International Diagnostive Interview (CIDI-DSM IV).
Este es el contorno personal sobre el que se recorta la sombra, con toda seguridad, de un adicto. Aun así, seguimos adjudicando al adicto la entera responsabilidad de su condición, como si tuviese total dominio de si mismo, cuando sencillamente no es así. Por supuesto, es más fácil encarcelarlo, si bien en términos de puros números podría resultar más económico tratarle su condición. El siguiente dato es decisivo. El 7.3% de la población adulta llena los requisitos para un Trastorno Serio (SMI), esto es, que “al presente o en cualquier momento durante el año anterior al estudio fue diagnosticado con un trastorno del DSM-IV por un problema emocional o de comportamiento y que resultara en una incapacidad seria que interfiera o limite en sus roles usuales con la familia, el trabajo, relaciones interpersonales o actividades con la comunidad”. Para que se vea la dimensión del problema, veamos la prevalencia de este problema en otros países, según los datos del Estudio de prevalencia. En EEUU es de 26.4; en Ucrania es de 20.5, Francia (18.4), Colombia (17.8), Países Bajos (14.9), México (12.2), Shangai (4.3). Hay otros hallazgos más dramáticos, pero esos se irán filtrando más adelante.
“Tenemos nuevas ideas de otros programas que han sido innovadores en otros países, como las intervenciones tempranas. Y aquí allegándonos un poquito a la otra cara de la moneda, que es la salud mental, estamos convencidos y ha sido probado en países como en el norte de Europa, Chile, México, incluso en los Estados Unidos también”, señala Roig Fuertes, cuya entrevista se realizó antes de que se divulgara el Estudio.
Le pregunto sobre la teoría de los traumas infantiles del Dr. Bruce Alexander, los cuales pueden precipitar con el tiempo a las personas en las drogas. Roig Fuertes indicó suave, aunque lacónicamente, como quien no quiere levantar demasiado el issue en este momento pero necesita reconocerlo: “es correcto”. Si lo hubiese dicho en un tono más fuerte y menos cantaíto me habría sonado a policía.
En Puerto Rico el maltrato infantil está tan adentrado en la cultura parental como lo están las Fiestas de la calle San Sebastián, el Festival de las flores, las Fiestas del acabe, y Santa Clos. La disfunción familiar se asume como una tradición puertorriqueña. Al niño se le azota para que camine, para que no moleste, para que se esté quieto, se le grita a todas horas por cualquier cosa, se le reprime de manera violenta, tampoco se le proveen los alimentos adecuados, se le desatiende, se le abusa sexualmente, no se supervisa sus tareas escolares y el 52% no termina la escuela, no se atiende su salud física y mental, no se le evita el trauma de la guerra física y verbal en el hogar entre padres en proceso de divorcio que nunca aprendieron a resolver conflictos de manera civilizada, no se le provee estructura, se le expone a situaciones de muerte, violentas o de riesgo, el 80% de los puntos de drogas tiene presencia de menores de 18 años, entre otras múltiples formas de maltrato infantil. Es una herencia que se le deja y este luego reproducirá o sufrirá. Si acaso, logrará superarla aunque sin dejar de revelar esos vacíos dolorosos que causan los traumas infantiles.
Y no son solo los más de 4,300 menores reportados como víctimas de maltrato, es también el 61.7% de la población infantil de cinco años o menos viviendo bajo el nivel de pobreza, y el 40.8% de estos en extrema pobreza; y que el 41.7% entre los tres y cuatro años no esté en programas formales de educación.
El Kids Count Data Book del 2017 de la Fundación Annie E. Casey, en Puerto Rico bajo el Instituto del Desarrollo de la Juventud (IDJ), reportó el 14 de junio que 422,000 menores viven con padres que no tienen empleo a tiempo completo. Es de esperarse que el 84% de estos viva en zonas de alta pobreza. “Las investigaciones han demostrado que estas experiencias tienen un impacto negativo en sus vidas, desde la salud hasta la educación. Esto no solo tiene implicaciones en sus vidas, sino que también tienen un gran impacto en el desarrollo de la fuerza laboral, el desarrollo del capital humano y en la economía de Puerto Rico”, señaló Amanda Rivera Flores, directora ejecutiva del IDJ. Adolescentes procreando bebés de bajo peso, sin plan médico muchas de ellas, hijos que no entrarán en programas formales de educación hasta los 5 o 6 años.
El abuso infantil es a la drogadicción lo que la obesidad a las enfermedades cardiovasculares, han comparado estudiosos. “Hay cosas que te ocurren en la niñez que pueden marcarte para el resto de tu vida”, afirmó una vez la cantante de jazz Billie Holiday, posiblemente la artista adicta más conocida de la historia. Desde la intuición boricua sabemos que la calentura no está en la sábana. El problema estaría más en la persona que en la sustancia. “Y caí otra vez”, expresó el adicto, porque padece de ansiedad. Sobre estos traumas en la vida de los niños, Roig Fuertes cree en la necesidad de “trabajar de manera integrada, porque a lo mejor esos padres que están incurriendo en maltrato y en otras conductas violentas intrafamiliares o exteriorizadas a la comunidad, pueden tener situaciones que incurran en lo que es la salud mental de alguna manera, entre ellos el trauma, que puede ser incluso olvidado en sus memorias, pero son parte de la forma en que reaccionan ante la comunidad”.
Visto el enfoque de ASSMCA, ahora el problema consistirá en lograr los recursos necesarios en esta agencia que, como ninguna otra institución, tiene la clave para reducir la criminalidad a números tolerables, y recomponer el deterioro social que suponen la adicción y el narcotráfico, grave en la Isla. De hecho, al adicto en recuperación hay que sustituirle “la tribu” con la que suele asociarse, su entorno. “La heroína ayuda a los adictos a afrontar el dolor de ser incapaces de establecer lazos normales con otras personas. Es la subcultura de la heroína la que aporta esos vínculos con los demás”, afirma en su investigación de varios años el periodista Johann Hari, publicada bajo el título Chasing the Scream, libro determinante para yo decidir hacer este reportaje. El adicto se narcotiza para llenar sus vacíos, como la baja autoestima, la ansiedad, la depresión. El profesor de neurofarmacología Theodore Cicero, en entrevista con la BBC, confirma que los adictos “al tomar heroína se sienten más normales. Se sienten mejor consigo mismos y más capaces de socializar”.
Una cita del actor Matt Dillon en la película Drugstore Cowboy, ilustra ejemplarmente el problema: “La gente normal nunca sabe cuál va a ser su estado de ánimo en cada momento de su existencia. Los drogadictos solo tienen que elegir sus drogas para saber cómo se van a sentir”. Para personas con graves trastornos mentales, es esa una gran oportunidad para dejar de sufrir.
El pasado 20 de abril el secretario federal de Salud Tom Price anunció el desembolso de $4.8 millones para luchar contra la adicción, el uso y los efectos en la salud de los opiáceos en la población puertorriqueña, para financiar programas que aumenten el acceso a los servicios médicos, reduzcan el número de personas que actualmente no reciben asistencia médica y la cantidad de muertes por sobredosis. Salud federal, según la comunicación escrita del funcionario, estableció cinco estrategias en la lucha contra el uso y manejo de los opiáceos: “fortalecer la vigilancia pública, promover la práctica del manejo del dolor, promover la disponibilidad y distribución de los fármacos que revierten las sobredosis y el apoyo a la investigación”. Pero el servicio no puede utilizarse si las personas con problemas no acuden. En los casos de salud mental, altamente asociados con el uso y abuso de sustancias, el 63% de las personas cree que su problema de SMI “se va a resolver solo” o quieren resolver su problema por si mismo (61.2%) o creen que el tratamiento duraría demasiado tiempo (55%)”, arroja el Estudio.
El alcalde de Juncos Ramón “Papo” Alejandro ha propuesto establecer en su municipio la Casa del Adicto, una comunidad terapéutica para los adictos de toda la Isla. Mientras, la organización Iniciativa Comunitaria ha logrado insertarse con proyectos que, si bien la escasez de fondos limitan su alcance, han sido novedosos y con resultados comprobados, entre otros programas que existen en la Isla. “Es parte de la misión que tenemos”, dice Roig Fuertes, lograr que se destinen más recursos a la agencia. Sin decirlo, de seguro que no se le escapa que por la estrechez fiscal tendría que obtenerlos a costa de las partidas que se destinan a otras agencias. Pero algo logró para este nuevo presupuesto 2018, que aumenta 22.6 millones, hasta llevarlo a los $148.6 millones. En un mar de sobre 8,000 millones de dólares, la ola en la lucha contra las drogas gana apenas algunos pies.
Es un asunto de establecer prioridades y buscar eficacia. Un país con menos drogodependientes evita los costos de las diversas manifestaciones de la violencia, extremas en Puerto Rico, y los de la salud física y mental, entre ellos reduciría el sida (por contagio debido al intercambio de jeringuillas infectadas), dispondría de un aumento de la mano de obra disponible -saludable- y un aumento en la riqueza. Bajo esa teoría, a la que se le puede añadir más variantes, al final del día no solo habría un ahorro general de recursos del estado, sino una mayor aportación ciudadana al erario. Aliviaría también, por supuesto, el presupuesto del sistema punitivo de justicia (Policía, Corrección, Tribunales, Departamento de Justicia), que continúa desproporcionado, con 1,600 millones de dólares.
No es mucho lo que resuena en nuestras mentes al decir “costo social”, que parece pomposo y académico, y abstracto. Se descomponen, según el informe Los costos del crimen y la violencia, luego de la aplicación de ciertos modelos económicos, en la cuantificación de la “victimización letal y no letal, y pérdida de ingresos de la población carcelaria, el gasto privado en seguridad de las empresas y de los hogares, y el gasto público (incluidos los costos del sistema de justicia, el gasto en servicios policiales y el gasto en administración penitenciaria)”. Hay un gasto público del 42%, particularmente en servicios policiales, 37% de gastos privados, mientras el 21% son los costos sociales de la delincuencia, principalmente debido a la victimización, descubre la investigación.
Las estimaciones de los costos totales revelan que la delincuencia cuesta -en promedio, a los países de América Latina y el Caribe- un 3% del producto interno bruto (PIB), esto es, sumados, unos $174,000 millones. Otros modelos para estimar los costos del crimen lo elevan hasta 17% del PIB, dependiente de los componentes adicionales que midan. Para cada país, esto significa mínimamente cientos sino miles de millones de dólares que, o se invierten para sujetar los cuernos de ese toro irrefrenable que es el crimen, o la pérdida de producción asociada con los delitos. Otros 20 pesos son monetarizar el sufrimiento de las víctimas del crimen, si bien se ha estimado los costos que le causa su pérdida de producción y los valores que pierde. Lo concreto de estas abstracciones surge cuando los gobiernos se ven obligados a destinar sus escasos recursos en iniciativas que detengan la eterna ola criminal y no en otras necesidades, como reducir la desigualdad social. Los gobiernos de América Latina y el Caribe gastan “casi el doble del promedio de los países desarrollados” en los asuntos de seguridad, en proporción, por supuesto, de su presupuesto. Veremos como esto se ve más específicamente en la Isla a lo largo de este reportaje. América Latina y el Caribe, a pesar del drenaje de sus fondos públicos en seguridad, es aun “la región más violenta del planeta” con tasas de homicidio cuatro veces la media mundial, indica el reporte.
Los problemas de salud mental están en la raíz, no solo de las diversas adicciones sino en muchos problemas de violencia, incapacidades, y los problemas de aprendizaje, como descubrió hace tiempo Alexander. La drogodependencia, no obstante, se expresa de manera muy concreta en las calles. Por eso el médico devenido científico apunta igualmente a la “recuperación social” del adicto, no solo la individual. Porque, habrá que reconocerlo finalmente, a veces el problema es también el sistema, el conjunto cultural, lo que somos.
En una nota del New York Times del pasado 4 de junio se reveló que, con el 8% de la población mundial, América Latina tenía sobre un tercio (más del 33%) de los asesinatos en el mundo, 400 personas diarias. El mundo ha ido reduciendo el asesinato, pero en esta región aumenta, precisamente donde el grave problema es el amplio círculo de la droga. La nota le adjudica el problema a la impunidad (a un problema en el estado de derecho, en última instancia), cuando debiera dar un paso atrás, o varios, y fijarse que antes del asesinato ya habían otros problemas que, con toda posibilidad, originan esas muertes: las adicciones a drogas, el narcotráfico, y un paso antes, la pobreza y sus asociados, como la marginación, la falta de educación, la falta de oportunidades de salir del cerco.
Sí revela que el conjunto de medidas no punitivas, las que no son de mano dura, “está dando resultados prometedores”, si bien regresa nuevamente al estado de ley y orden. No podemos evadir que, en Puerto Rico, hay una impugnación, no solo del estado de derecho, que ciertamente ha sido cuestionado, pero más profundamente, de la situación política.
Citando estudios de las Naciones Unidas, el NYT indica que en América Latina el primer lugar en los distintos tipos de asesinato son el criminal, el interpersonal y el sociopolítico. Pero acertadamente, adjudica al narcotráfico (y agrego yo, con todos los problemas que giran a su alrededor) “el potenciador” del caos de vida en la región. Asegura que la guerra contra las drogas en México fue el año pasado “el segundo conflicto más letal del mundo (solo superado por Siria)”. Igualmente destaca el rotativo, en torno a México, que “más de una década después de militarizar el combate al crimen, empezó este año con el mayor número de homicidios desde que se tiene registro”. Así es la guerra militar-policíaca contra las drogas
Pero la política pública, sin embargo, continúa siendo dura y prohibicionista, con trazos muy descoloridos de salubridad. “Esa es la ley”, afirmó la secretaria de Justicia Wanda Vázquez en torno a arrestar personas con hasta un cigarrillo de marihuana. Luego ese joven saldrá de la “escuelita”, como se identifica a las cárceles, con récord manchado, pocas probabilidades de empleabilidad, sin acceso a ayuda federal para estudios, la norma federal les prohíbe vivir en los caseríos por su récord criminal, y su salen positivos a sustancias ilegales en algún dopaje, y de esta manera se le devuelve al ambiente en que fue arrestado, sin el más mínimo avance, excluido del sistema otra vez y devuelto a la tribu de los adictos. No siempre se imparte justicia con solo aplicar la ley, eso lo sabe cualquiera.
Irónicamente, en muchas ocasiones Aslinger fracasó en poner tras las rejas a los adictos, pues los jueces en EE.UU. dictaminaban tratamiento médico, no encarcelamiento. ¿Serán los cambios que contempla ASSMCA lo suficientemente rápidos y profundos, y lo suficientemente pertinentes como para que produzcan resultados apreciables que cambien la fisionomía social de una vez, o una repetición de lo que hasta ahora se ha hecho, que parece no haber hecho gran impacto?
En su mensaje de inauguración, el gobernador Ricardo Rosselló prometió un “gobierno transformacional”. Se esperaría entonces que no solo sea la reducción en el número de agencias de gobierno, sino en el enfoque para atacar los problemas. El Departamento de la Familia (DF), por ejemplo, luce a veces solo como un brazo asistencialista-paternalista que sostiene la dependencia mientras amenaza con quitarle los hijos a las familias y encarcelar a los padres con deudas de pensión. Ese es, al menos, su rostro más conocido. Habría que determinar si el hecho de que esa agencia sobreviva mayormente de fondos federales ha enquistado sus políticas, sin necesitar motivos para tener una mayor eficiencia. Los cambios que se han legislado para el DF son solo para hacer eficiente la burocracia, no se ve, sin embargo, un cambio en el paradigma.
En marzo de este año comenzaron las vistas públicas sobre el Proyecto de la Cámara 654, que enmienda el artículo 404 de la Ley de Sustancias Controladas, para reducir las penas por la posesión de sustancias controladas. Se reduce de tres años, a año y medio su encarcelamiento, y de haber circunstancias agravantes se cumplirían dos y no los cinco ahora mandatados. Se le impone una multa discrecional de $5,000 y la reincidencia eleva su sentencia a tres años.
Ahora bien, si fuese por la posesión de 2 gramos de marihuana, descrito como de uso personal, no le serán aplicables estas penas. Una primera infracción conllevará una multa de $500, más la prestación de 10 días de servicios a la comunidad; una segunda infracción eleva a $1,000 la multa y 30 días de prestación de servicios; mientras por una tercera violación al artículo se pagaría $2,000 y 60 días de servicios. El tribunal también puede ordenar tratamiento contra la adicción y convertir en días de cárcel las penas no satisfechas. En el curso de la discusión del proyecto los 2 gramos -muy ínfimos, según le han hecho ver a la Comisión- podrían elevarse a 5.
En la entrevista con Roig Fuertes no hubo tiempo de profundizar hasta donde podrían llegar las reformas que el gobierno necesita introducir a su política pública prohibicionista. Sin embargo, las vistas sobre este proyecto de ley arrojó una idea. El administrador auxiliar de Servicios de Prevención y Promoción de Salud Mental de ASSMCA, Juan Rivera, indicó a los representantes que la política pública de la administración es no promover la despenalización de la marihuana, y sí apoyar la investigación científica de los derivados de esa sustancia para fines médicos y/o terapéuticos (cannabis medicinal). El Departamento de Salud, el Colegio de Médicos-Cirujanos, el Colegio de Farmacéuticos, y diversas organizaciones comunitarias de servicio directo apoyaron el esfuerzo inicial del proyecto, que reconoce de entrada en su Exposición de Motivos que “la implementación de la política de drogas en Puerto Rico, vigente desde poco más de 40 años, ha sido deficiente”, en referencia a la Ley 4 de 1971 (Ley de Sustancias Controladas). Más allá, el Tribunal Supremo de Puerto Rico reconoció en Pueblo v Tribunal Superior, 104 D.P.R. 650 (1976), que “el presidio no cura la adicción a drogas, como en el pasado tampoco sirvió para curar la adicción alcohólica”, y que esa ley nunca dejó de tener un enfoque punitivo.
Los pasos de la nueva medida lucen tímidos ante el abismo que se abre a los pies de la sociedad, por más que vayan en la dirección correcta. La evidencia recopilada apunta y reconoce la insuficiencia del modelo punitivo y prohibicionista, o al menos al superlativo peso que tiene frente al enfoque salubrista. Un peso que se añade en otros dos proyectos de ley, el de la Cámara 818, similar al del Senado 340. La medida solo pretende establecer con claridad los contornos de la industria del cannabis medicinal, pero la administración ha aprovechado la ocasión para reiterar que su política pública es prohibir el uso recreativo de la marihuana so pena de las sanciones penales vigentes. No es posible mantener la política de Jano ante el problema de las drogas, y menos con el argumento de que el estado debe mantener “un balance en sus intereses”. Eso es insulso.
De modelos alternativos se ha ido llenando el mundo, el de Portugal o los países escandinavos, Suiza, Holanda, o Colorado y Washington, California, Massachussets, Maine, Seattle, Australia, Canadá, Inglaterra, Brasil u otros. Medicación o prescripción, legalización o despenalización o reducción de sentencias sin despenalizar, órdenes de tratamiento de salud mental, permitir el cannabis recreativo y no solo el medicinal, establecimiento de lugares para inyectarse con supervisión médica, o continuar la guerra frontal-militar-policíaca contra las drogas son las opciones que tienen los gobiernos, o alguna combinación racional de ellas. Sin embargo, el P. de la C. 654 se niega a “experimentar”, como describe a otros modelos, y reitera su posición prohibicionista. Y muy similar a lo que una vez declaró Aslinger hacer casi 100 años, citado arriba, el proyecto de ley se refiere a la marihuana como “una droga devastadora”, cuando la realidad es que más devastadoras han sido las fracasadas políticas para reducir su consumo y los intentos de detener la producción y exportación mundial.
Peor aun, al interpretar el legislador en estos dos anteproyectos la decisión judicial del Tribunal Supremo de Puerto Rico, incorpora el enfoque que esta corte quiso evitar y denunció. Señalan en la Exposición de Motivos de los proyectos “que la represión por sí sola no basta para frenar el fenómeno de la droga, pero debemos afirmar que la penalización en Puerto Rico se quedó a mitad, faltó el proceso educativo”. Ciertamente falló, como se admite, el proceso educativo, pero lo cierto es que la “represión” no fue ni es la solución a los problemas, según los modelos modernos de cambios de conducta. Ni “por si sola” ni acompañada surte efecto la represión. Así, con esa visión esa legislación todavía se ancla en una tradición ineficiente, y parece mantenerse en el mismo carril que el presidente Trump pidió a los oficiales de ley y orden (reunión del 8 de febrero), el de ser “más rudo” con el problema de las drogas, así como con el crimen y los inmigrantes ilegales. Tiempo después, Trump felicitaría al presidente filipino Rodrigo Duterte por su “increíble trabajo con el problema de las drogas”, según citado de una conversación entre ambos. Duterte, como todos saben, lo que ha hecho sencillamente es asesinar a los adictos y los narcos. Inclusive con sus propias manos cuando fue gobernador, como se vanaglorió.
Encontrar un modelo capaz de reducir el consumo y que a su vez evite la producción y entrada de drogas es una búsqueda casi tan difícil como encontrar el santo grial. La diferencia es que el modelo -no el santo grial- existe, y se han ensayado (experimentado) en varios países con variados resultados. A experimentar, como se prefiere no hacer en Puerto Rico, no se le debe temer, sin tener que llegar, por supuesto, a la masacre de adictos que ha desatado el presidente filipino y cuya patología, en puertorriqueño, puede verse con perfecta claridad en la novela El Killer, de Josué Montijo. Se debe asumir que cuando se experimenta se hace basado en evidencia. Solo hay que colocar las piezas en otro orden, con otras prioridades y otras propiedades. Solo hay que atreverse más, con más información en la mano, sin dejarse llevar por tradiciones a las que, muchas veces, solo les queda un pelo. Y un pelo no vale un peine, dice el refrán. Del santo grial podría decirse, en defensa de todas las utopías, que -para la Humanidad- la búsqueda es en si misma el objetivo; que el camino en la búsqueda del bien es el bien mismo, el destino.