DE PADRE TAXISTA O COMO SI LO FUERA

Por Obed Betancourt

Sí, es cierto, soy hijo de taxista, no porque mi padre lo fuese, que no lo fue, sino porque llevo un alma de taxista, como la de él: atento a todo lo que ocurre en la calle, nervioso, nómada y sobre todo, sin perder nunca la geografía en que se vive. La verdad es que que ambos fuimos periodistas de profesión, entre otras cosas que hemos sido. Yo, todavía, él, en mi memoria. De cualquier modo, taxista o periodista, se trata de trasladar algo de un lugar a otro con la mayor eficiencia posible.

Una vez, alquiló un vehículo cuando visitaba Chicago y, en el Downtown, lo confundieron con un taxista y se ofendió. ¡Pero cómo no confundirlo! llegué a pensar, si era bajito, medio calvo y con barriguita, un clásico estereotipo del taxista, casi italiano, de película. Y porqué ofenderse, si a él, como a mi, nos gustaba conducir, recorrer lugares, barrios, campos, cantando con afonía alguna canción del radio y reconociendo que los retos de la carretera pueden ser tan emocionantes como cualquier otra cosa. Y también para propiciar la catarsis de nuestros caracteres nerviosos mediante la crítica incesante a los que no condujeran como nosotros. Papi, he concluido, tenía dos formas de juzgar las cosas: las que se hacen mal o las que se hacen como las hacía él, es decir, bien. No es fácil desprenderse de ese prejuicio que, sin embargo, está predicado en la laboriosidad, experiencia y una mirada consciente de lo que se hace.

Por supuesto, un verdadero taxista se harta de conducir, porque toda obligación, deber o responsabilidad cansa tarde o temprano. Pero cuando entran en juego algunas obsesiones, como esta de conducir, queda mediada la obligación, filtrada por el gusto, por el frenesí, en algunos casos hasta por la patología, si se padece de insomnio o de algún trastorno de personalidad, como Travis Bickle, el personaje de Robert de Niro en Taxi Driver.

Lo inconfundible es que llevaba alma de taxista, y ahora yo, que sin ser tan bajito como mi padre, sin ser calvo y teniendo un abdomen plano y un cuerpo delgado, llevo esa misma alma (sí, por supuesto, me han confundido con Uber, entonces he pedido que se fijen bien en el carrito que conduzco, y se disculpan por equivocarse). Nómada en la ciudad o en el campo, intranquilo, pendiente a todo en las calles, en los edificios, las entradas y salidas de las personas, con penuria económica siempre y recorriendo San Juan como si fuese pájaro o hubiese sido natural de este enjambre de calles dislocadas, sinuosas, barrios aplastados y cicatrices viales que la cruzan de norte a sur, de este a oeste. No niego ser errabundo. Sobre 40 mudanzas en 64 años podrían estar cerca de un récord. Pero esa nomacidad es también heredada.

Nació en Buen Consejo, en Río Piedras, en el 1932. Se crió en Trujillo Alto de donde era natural su padre (todos los Betancourt surgieron de este pueblo), y a quien nunca conoció pues se desnucó muy joven al caer de su caballo mientras fungía de capataz en una finca y Papi todavía esperaba en el starting gate del vientre de mi abuela. Se crió un tiempo en Sabana Llana, también en Río Piedras, cuando era un municipio. Mi abuela regentaba entonces una casa de pupilos en Santa Rita.

Luego la penuria de la época de la Depresión obligaron a su familia a practicar el nomadismo, como quien huye de algo: San Lorenzo, Gurabo, Caguas (en varios barrios, como Tomás de Castro, Cañabón, Cañaboncito), hasta reparar, iniciada su media adolescencia, en los campos de Beatriz, en Cayey, en infinidad de casas. Y ya periodista en El Mundo, casado y con siete hijos, de regreso a Caguas: poco más de un año en la segunda sección de Bonneville Heights, ocho meses en la primera sección, alrededor de 15 años en la calle 8 de Bonneville Gardens y el resto en la calle 6. Tenía hormigas este hombre, ya ustedes saben dónde.

Pasó las de Caín esa familia, como tantas otras, pero esa abuela, o Carmela, como le llamaba Papi, aunque su nombre era Carmen, de tanto control en la familia no tuvo nada que envidiarle a la garcíamarquezana Mamá Grande, matrona y mandona, excepto su funeral, aunque no despegara Carmela ni cinco pies del piso, y enviudó dos veces.

Ese mismo recorrido, pero a la inversa, lo hice yo. De los campos de Cayey hasta el primer día de la adolescencia a la media urbe de Caguas hasta los 18 años, hasta devolverme al origen de la familia paterna en Río Piedras. Luego, sólo como dato curioso, de perturbación, inclusive, uno de mis hijos montará casa en Trujillo Alto.

Muy singular, mi padre Roberto, al que algunos de mis colegas le deben todavía una disculpa pública que ya no borrará ese rictus amargo de ser un experiodista invisibilizado. Hace unos años, en el 2013 o 2014, un gremio periodístico rindió un homenaje, mediante mención y con fotos, a periodistas fallecidos ese y el año anterior. Entre ellos no estaba mi padre, ¡tan buen periodista! muerto el 9 de enero de 2013 luego de olvidarse de todo, hasta de si mismo.

Poca o peor memoria la de estos nuevos periodistas, por ser voluntaria, de un Alzheimer histórico-profesional precoz que extraña, porque el periodismo no es más que memoria. Memoria de hechos graves, algunos históricos, memoria de contextos, memoria de vidas camino a su petrificación o a su liquidez, memorias de los que avanzan la profesión, memorias como piedras que cualquiera puede tomar del suelo y lanzar hasta astillar la coraza de cualquier encubrimiento. Con que el periodista logre que se entrevea la oscuridad de algunas circunstancias o almas es suficiente. No necesitamos que nos deslumbre el detalle nimio o nos tiente, como tientan hoy día las pasarelas a los reporteros, ya seducidos por el poder, en el poder con el poder.

El documentalismo, el dataísmo o lo que se encuentre en las bases de datos digitales, como nuevas formas del periodismo en vez de afrontar la calle y conseguir los testigos, la evidencia, no son sino formas de encubrir el pensamiento, el análisis que debe hacer el periodista, el enlace de los puntos, así como jugábamos de pequeños a conectar los puntos en un papel, entonces descubríamos elefantes, pájaros, leones que se nos revelaban con sólo conectarlos. Hoy, la especulación sobre esos puntos sustituye conectarlos. Hoy, los datos condenan, sin más. Si conoces (de alguna manera) a un criminal, es que podrías serlo también; si eres hijo o familiar de alguien corrupto o conoces alguno, lo eres igualmente; si hay la apariencia de algún conflicto de intereses, ya se cometió; si eres investigado por las fuerzas de ley y orden o por algún medio de prensa, estás condenado sin vista judicial, sin veredicto, sin sentencia. Ya no hay que conectar lo puntos porque creen, erróneamente estos nuevos periodistas, que los datos hablan por si mismos. Es decir, han perdido la narración, el pensamiento. Las estadísticas, se sabe, no hablan, sino que requieren interpretación.

Muy incisivo mi viejo, tan suspicaz como un torturado. Le venía de lejos la sospecha, de familia. Más que ver meros puntos, mi padre era capaz de conectarlos de manera sorprendente y sin tener que elaborar absurdas teorías conspirativas. Sospecho que su experiencia de vida, mucha y dura desde muy joven, aportó bastante a no aceptar las cosas tal y como llegan, tan simplemente. Una vez que iba en la noche con una oscuridad muy cerrada, de regreso a pie a su casa luego de ponchar con su novia, mi mamá, vio cómo a lo lejos se acercaba una figura extraña y sospechosa que crecía a medida que se acercaba. Sin dejar de caminar pero muerto del miedo, mi padre vio cómo una hogaza de pan criollo flotante le pasaba por el lado. Ninguno dijo nada. Posiblemente la hogaza tenía tanto miedo como Papi. Una visión nada extraña para alguien con visiones de leones con tres cabezas y que durante algún tiempo leyó mucho material Rosacruz. Además, debo admitir que su capacidad para enjuiciar personas a la primera era envidiable.

Anécdotas como esas, extrañas, tiene varias. Pero nunca dejó de sorprenderme que de adolescente guiara un camión de acarrear caña de mi abuela. Sólo hacía la historia para decir que por poco se precipita, posiblemente en la Vuelta del Corvo, en la número #1 entre Cayey y Caguas, y quedó la cabina colgando en el aire. Un cambio en la dirección del viento posiblemente le hubiera empujado al precipicio, donde abundaban los esqueletos de vehículos descarriados. Con fortuna, pudo salir indemne y unirse al grupo que lo auxiliaba para salvar el camión, sostén de la familia.

Ahora bien, también fueron algunas de sus distorsiones las que lo convirtieron en un excelente periodista; para otras cosas, como la vida en familia, no tanto. Aunque vayan las verdes por las maduras. No siempre se puede tener todo en un mismo momento. Pero pasan los años y maduramos, y comenzamos a darnos cuenta que, según nosotros vamos construyendo nuestra propia historia con aciertos y desaciertos, así mismo nuestros padres construyeron la suya. Y entonces perdonamos y nos perdonan y nos reconciliamos, casi una dialéctica.

Recuerdo que cuando compró un auto usado (nunca pudo comprar uno del año), notó al par de días el desgano del motor, ya no quería trabajar más, y para un hombre que sencillamente no paraba de hacer cosas hasta caer rendido (hoy le llamamos personas “24/7”) era pecado capital esa vagancia. Ahí debió aflorar su alma de taxista pues los vehículos son herramientas de trabajo importantes para ambas profesiones. Así que, ni corto ni perezoso, se metió debajo del vehículo para averiguar el porqué de tanto desgano.

No encontró el maldito problema. Todo parecía estar en su sitio y demasiado bien puesto, por cierto, para ser un auto usado, así que intentó devolverlo al dealer. No se lo aceptaron, aquello había sido una venta final, sin devolución posible, aunque debieron haberlo hecho porque las consecuencias fueron mayúsculas. Es un hombre humilde, debieron pensar los del dealer por decir pobre, que sólo puede comprar autos usados, no debe tener mucho power, así que se joda. De seguro tampoco nadie en el dealer leía periódicos, pues sabrían que se trataba de un periodista altamente aguerrido del periódico El Mundo, cuyo poder en los 70 era completo e indisputable.

Y era verdad, Papi era un hombre de trato aparentemente sencillo, aunque nada humilde, eso sí, pues reconocía su poderosa inteligencia (no cultivada, si se quiere), pero poderosa. Tampoco apelaba a ciertas influencias que tienen los periodistas y que usan y abusan. Tampoco los vendedores de autos, tan arrolladores como suelen ser (no offense, es sólo un dato que podemos entender por la naturaleza de su trabajo) podían darse cuenta de los demonios que pueden tener algunos de sus clientes, sobre todo de aquellos a los que no les gusta que los cojan de pendejos. Y Papi mantenía un orgullo y unas defensas perpetuamente levantadas, altas, demasiado altas tal vez, que dejaban poco espacio a la equivocación.

Pues ni el vendedor ni el gerente del dealer vieron en él lo que algunos políticos, titulares de agencia y otros ya sabían: que era obsesivo, muy compulsivo y hasta en algunos momentos, muchos, parecía estar poseído por grandes intuiciones.

Al llevarlo al mecánico, a ver si detectaba el problema de un auto que por todos lados brillaba como nuevo, entre ambos fueron descubriendo demasiadas irregularidades, como el poco millaje para su año, demasiada pintura en lugares estratégicos, como en aquellas donde ataca el moho, un bumper que descuadraba un poco, no demasiado. Había algo raro en este carro, como suele serlo nuestra foto en el pasaporte, por eso los agentes de inmigración lo miran con tanto detenimiento. Ellos saben que el de la foto es la persona que tienen frente a si, aunque poco sea lo que se parezca. Pero han desarrollado tan buenas destrezas de reconocimiento que pueden identificarte sin problemas. Tardarse mirando el pasaporte es sólo su mecanismo para intimidar un poco, para advertir.

Indagando, no creo que con mucha paciencia, finalmente dieron con el problema. En su vida anterior este vehículo había sido un taxi en Florida, al cual le borraron el cuentamillas, lo remozaron un poco, le aplicaron una pintura similar en ciertos lugares, le aplicaron bondo como loco, le habrán pasado hasta Lestoil por todo el motor y cosas así por el estilo.

El problema es que el vendedor no advirtió nada de esto a mi padre. Y así nació una línea de investigación periodística, no sé si por venganza, que lo dudo, o sencillamente para que nadie más fuese engañado, o tal vez, y es lo más probable, se estrujó las manos -como nene chiquito ante juguete nuevo- pensando en el notición que le caía en las manos y el escándalo que haría, todo bajo su by-line.

Yo realmente apostaría por este último motivo porque es el que a mi me mueve también. Y de algún lado debo haberlo sacado. Como ven, un periodista también debe ser lúdico, como un niño, debe jugar con la realidad, como si con ella se divirtiese. Si es trágica, se toman por supuesto las distancias, aunque sin perder la empatía, pero el ánimo es el mismo. Al fin de cuentas, el altruismo no es lo único que mueve a un reportero, a veces la búsqueda de la gloria personal es la fuerza más poderosa. Una actuación que bien puede explicarse mediante la llamada “astucia de la razón” (Hegel), concepto que, dicho a grosso modo, señala que no siempre las personas tienen conciencia de que al llevar a cabo un acto particular (subjetivo) abonan a uno universal. Así como Napoleón, al invadir Prusia (un acto deleznable), trajo consigo nuevas y modernas ideas de gobierno y democracia (acto positivo) frente a la autocracia alemana. De hecho, su invasión fue saludada por filósofos y músicos alemanes. Ya cuando se convierte emperador, pues, se jodió todo. Pero bueno…

Cuidarse de que ese afán de reconocimiento no resulte en una lectura equivocada de la evidencia que se consigue, no es fácil. En la misma medida, la obsesión por condenar a un posible corrupto nos va cegando la capacidad de enjuiciar correctamente los hallazgos. El afán que nos obsesiona es tanto condenatorio como de reconocimiento. Evitarlo en la era digital es mucho mas difícil que en la era de papel, pues no sólo se compite con la inmediatez de nuestros competidores periodistas, sino con cualquiera que tenga acceso a un teléfono inteligente o computadora y publique su opinión alarmada sobre hechos de los que nada sabe. Es decir, ahora los periodistas no sólo compiten entre sí por llamar la atención a sus historias, sino con el mundo completo, ahora se compite contra la velocidad misma, contra la Internet, contra la inmediatez, contra esa horizontalidad que, si bien parece democrática, de transparencia, no lo es necesariamente. Y de ahí deriva una gran pregunta: ¿para quién trabaja el periodista? Demasiado frecuentemente vemos que no es para revelar una verdad, sino para la Internet, para recibir los clics antes que nadie.

Tan sensacional y escandaloso fue el primer artículo que los dealers de autos usados (que entonces ocupaban varias páginas semanales de anuncios de tamaño estándar en El Mundo) amenazaron con retirarlos todos si se publicaba la segunda parte de la historia. Podrán imaginarse las agrias discusiones internas en la Redacción (de las que fui testigo en otras ocasiones, pues desde pequeño visité asiduamente su nueva y magnífica sede en Hato Rey) y con el departamento de ventas. Los vendedores de anuncios del periódico, me imagino, le habrán recordado a mi padre el nombre de Carmela con insistencia.

Para entonces, el periódico atravesaba una profunda crisis económica, la crisis del petróleo hizo inviable muchas empresas y el modelo económico mundial, el aumento del costo del papel que se usaba para imprimir ahogaba las finanzas, la famosa huelga de El Mundo de aquella época estremecía los cimientos, cuando se tuvo que utilizar un helicóptero para sacar el periódico impreso y llevárselo a los rompehuelgas porque los portones estaban copados por los huelguistas. Luego, el helicóptero sufrió un percance mecánico que inclinó la balanza de poder hacia un lado: fue incendiado.

La gerencia del periódico, again all odds, se solidarizó plenamente con las historias y se publicó el segundo artículo. Y con ello se confirmó el retiro de docenas de anuncios de venta de autos. Una solidaridad como esa es imposible hoy día. De hecho, hoy los diarios sólo tienen por materia de publicación los avatares gubernamentales, pues los medios son ellos mismos emporios económicos privados y esa es tierra sagrada que no se pisa. Es fácil la crítica al gobierno, sabemos, temeroso como es de la imagen que pueda proyectar y de sus posibilidades de reelección. Más difícil es enfrentar los mogules privados, pues estos responden con verdadera fuerza: la económica.

La investigación reveló que una buena parte de los puertorriqueños que compraban autos usados conducían vehículos que ya estaban explotados, antiguos taxis o autos de alquiler una parte de ellos, y sólo se beneficiaban los dealers de autos y los mecánicos (aunque estos nada tuvieran que ver con la conspiración para cometer fraude al consumidor). Y todavía, por más que se haya intentado, no existe una ley limón para evitarlo, aunque creo que el problema se ha aliviado pues aplican otras normas, como la de presentar el historial del vehículo. Aunque esa ley sigue siendo necesaria.

Creyó Papi que esas historias serían presentadas para premio de investigación del Overseass Press Club (OPC), gremio al que pertenecía, pero luego descubrió, me dijo, que la persona encargada en el periódico nunca lo sometió pues mi padre le caía mal y creía que Papi ya había logrado demasiados premios y reconocimientos, varios de ellos por sus notas ecológicas. Desde entonces, heredé ese encono con esa persona, porque la sangre pesa más (es más espesa) que la tinta. Posteriormente, ganó en el OPC un premio investigativo por su serie de artículos sobre la basura: “Puerto Rico se hunde en basura”, “PR desecha cada día 6,000 toneladas de basura”, y “Disposición de basura consume valiosas tierras”. Ese problema, denunciado en 1975, continúa.

Por cierto, ese año ganó el premio de “Reportaje en profundidad”, publicados en El Mundo, dos trabajos del excelente periodista Juan A. (Tato) Ramos: “En búsqueda del petróleo puertorriqueño” y “Buscan reducir la dependencia del petróleo”. ¿Les parece conocido el problema?

Mi padre era de esos que, si debía ligar cemento y añadir un cuarto a la casa, pues lo hacía, que para eso tenía cinco hijos varones que le ayudarían (forzosamente, debo reconocer), pintar la casa (de dos pisos), plomería o electricidad, algo de ebanistería. Pero ser útil hasta el desuello no era su problema, sino su exigencia de perfección. Se limpiaba la casa los sábados, los siete hijos (entre ellos dos hermanas) conocían sus tareas, y la de mis padres era igual de larga. Por supuesto, hubiésemos preferido que se cogiera un día de descanso, sobre todo ese sábado. ¡Hasta Dios se tomó un día de descanso! No conozco desde entonces a nadie que vea lo que él, entre otras cosas, esa mota de polvo que a todos se nos escapó y que a él le debió herir la retina de los ojos.

Fue un supervisor implacable, no dejaba pasar una, como si estuviese condenado por fuerzas mayores a serlo, como si no pudiese perdonarse no ser tan eficiente. Igualmente como periodista. E igualmente cuando comerciante.  Nunca permitió que un empleado suyo pareciera que no tenía nada que hacer, eso era una imagen negativa para sus tiendas. Siempre hay algo que hacer, decía.

Imagínense, este hombre, que era tiquis-miquis para la comida, fue inspector de sanidad en sus años mozos. Por supuesto, no dejó un matadero sin cerrar. Hasta lo corrieron con machetes en Corozal ¿Cómo podía ser que dejara sin empleo, aunque fuese por algunas semanas, a tantos padres de familia necesitados, por unas cuantas moscas ¡en un clima tropical!? No lo hacía por mala voluntad, bastante ético y buena gente era. Sólo aplicaba a todos el código que él mismo aplicaba en su casa, y no era muy humano que digamos ese código.

De cierta manera, le agradecemos su mano férrea. Ahora, cuando se supone que vayamos camino a la pereza, al descanso merecido, nadie de su casa es perezoso. Hasta los jubilados trabajan más que nadie. Entender que no debemos perder el tiempo que el azar nos ha otorgado puede ser también un gran legado. Larga y duradera sería la vida si no dedicásemos tanto tiempo a las vanidades, dijo Cicerón. Sin embargo, ser workaholic puede traer otros problemas. El burnout, por ejemplo, y sus consecuencias.

Como periodista, ya dije, fue igual de implacable. No escribo sobre lo que hace bien el gobierno, para eso los elegimos y les pagamos. Escribo sobre lo que hace mal, me decía. Tiene razón, pero sólo en parte, descubro muy recientemente o tardíamente. Escatimarle logros al gobierno o a quien sea, incluyendo a la empresa privada o a nuestros amigos y enemigos, es decir, la mezquindad, conduce irremediablemente al cinismo y a la desesperanza. Y muy bien sabemos que la esperanza, que algunos tienen por fe, mueve montañas, mientras la desesperanza nos asegura el desastre, como una profesía autocumplida.

Confiar en que algo puede mejorar es el primer paso para que mejore (y eso está lejos de ser una frase de autoayuda), lo demás es una cuestión técnica. A un joven escritor, por ejemplo, o periodista, no se le critica hasta que renuncie, más bien se le conduce hacia su mejoramiento. Nadie nace desarrollado, el equipaje se va adquiriendo con el tiempo, con la práctica.

Kapuściński, con razón, decía que “los cínicos no sirven para este oficio”, aunque hoy día son los más que abundan en los medios. Luego de la segunda mitad del Siglo XX, dijo, “estamos viviendo dos historias distintas: la de verdad y la creada por los medios”. Más adelante, en su conversación con John Berger (recogida en su libro Los cínicos no sirven para este oficio) reitera que “los medios de comunicación crean su propio mundo y ese mundo suyo se convierte en más importante que el real”. Pero los periodistas apenas se dan cuenta, precisamente porque viven en la burbuja que crean. Sólo se enteran cuando dejan la profesión y entonces se convierten en sus más duros críticos, como lo soy yo ahora.

Los medios han logrado colocar el cinismo, no la crítica, como el corazón de su profesión, aunque los editores relevan al periodista de practicarlo (ahora se les reduce a conseguir el material o la leña -el dato- que será quemada públicamente) y asignan a otros (analistas, comentaristas, columnistas, periodistas de opinión, editoriales) a encender la hoguera. Como sabemos, la verdad es la primera baja en una guerra, y así también lo es en las cruzadas muy personales en que se empeñan algunos periodistas y políticos.

También me decía mi padre que esta es una profesión ingrata. Lo es. ¡Oh, sí que lo es! Esa experiencia no sólo se vive, también se ve. Desechados como bagazo, al decir de Abelardo Díaz Alfaro. Ya se le extrajo el jugo a la caña, y se tira. “Estás viejo para trabajar, ya no rindes promedio”, se lee en su cuento. La memoria histórica de los medios, representada en sus más veteranos periodistas, ha sido descartada por el actual “presentismo” en el que viven los medios y la sociedad, by the way, de repetición continua del problema… por falta de memoria institucional y para otros propósitos y por otras causas.

Escribo esto apresuradamente porque hoy 16 de junio de 2021 (aunque ya casi son las doce de la medianoche) mi padre hubiese cumplido 89 años de edad, si bien murió a los 81 (1932-2013). Siempre siento que le debo alguna larga conversación, de reconciliación plena, que nunca tuvimos, no porque no estuviésemos dispuestos, sino porque la enfermedad del olvido se interpuso. Aunque de ciertas maneras ayudé a aliviar su condición. Tal vez no tanto como hubiese querido, no tanto como hubiese podido. Nunca sabremos. Sí recuerdo una ocasión en que hube de sacarlo de la cama, donde estaba postrado, echármelo al hombro y bajarlo de la segunda planta por las escaleras para tenerlo listo cuando llegara la ambulancia. Al parecer, sufría un infarto. Cómo pude hacerlo, con un hombre de unas 180 libras, sigue siendo un misterio. Soy flaco y no soy fuerte. Puede que el horror de verlo partir, de su pérdida, me haya dado alas.

En los próximos días se celebra el Día de los padres y estas notas son mi manera de honrar su memoria. Se recuerda de su legado lo que nos ha sido útil, y lo que no, pues, con eso también vivimos e intentamos superar. No hard feelings, pues es después que se comprenden muchas cosas, no antes. Y la comprensión, bien decía la tan hoy citada Hannah Arendt, es la base de la reconciliación.

Un padre obligado a trabajar toda la semana, cursa la escuela superior nocturna y luego sus estudios universitarios en la noche, el sábado tiene otro trabajo o la Universidad y el domingo hace campamento en la Guardia Nacional, es un buen padre por todas las razones posibles para sus siete hijos. Y nuevamente, eso lo comprendemos después, pero no de niños y ni siquiera de jóvenes adultos, porque todavía nos queda camino que recorrer, golpes que recibir, bajar los humos, reconocer la realidad y adecuarnos a ella. Entonces vemos qué podemos y debemos hacer, o sencillamente, comprender.

Algunas de esas ausencias fueron gratamente retribuidas. Si había dos o más hijos sentados en el sofá, y llegaba y entre ellos nosotros se acomodaba, sabíamos que jugaríamos a “pícame”. Cada hijo se armaba de uno de sus brazos para manipularlo y con sus dedos gruesos de gruero -aunque muy bien cuidados, hasta hermosos- nos picábamos un hermano al otro. Sin contemplaciones, lo que esos dedos tocaran era picado y con fuerza. También iba al cine con él, muy de vez en cuando. Me acuerdo, me río y también me apena una vez que me invitó al cine (ya hacía años que yo vivía en Río Piedras y me encontraba visitándolos) y al no haber nada que ver en Caguas continuamos hacia los cines de Cayey. A lo lejos vemos un cartel de promoción de una figura en negro con sombrero y caballo, como de vaquero, un género que le fascinaba. Le llamé le atención y le dije que entráramos.

El Topo, era el nombre de la película. Entramos, bajo la creencia, de él, que era un western. Yo sonreía. Unos 45 minutos después, en los que no paró de remenearse en la butaca, me dijo que no entendía nada de lo que sucedía en pantalla, que no podía más y que podía esperarme afuera en lo que terminaba la película. Le dije que nos fuéramos, que todo había sido un engaño de mi parte. El Topo, del chileno Alejandro Jodorowsky, y que yo había visto en los cines de Río Piedras, no era una película de vaqueros como él las conocía, sino un acid western, una propuesta simbolista y surrealista sobre la muerte, la justicia, el iluminismo, la filosofía oriental, el sentido de la vida. Con personajes enanos, sórdidos, mutilados, subterráneos y extraños. La broma que le hice era apenas un guiño de lo que nos hacía Carmela muy de niños allá en la oscuridad de las parcelas en Beatriz, como atenazarnos con sus gruesos brazos y contarnos en la noche historias de terror. Papi y Carmela, lúdicos, toda la vida se pegaron sustos el uno al otro.

Si descartó ingresar de periodista a la plantilla de El Mundo porque otro empleo le reportaría $20 más al mes, es un padre que prefiere sacrificar un sueño ante la necesidad de la familia. El Mundo finalmente decidió pagarle la diferencia, y así logró ambos. Aunque la pregunta es: ¿cómo carajo se le ocurre a un maestro de ciencias de una escuela elemental rural de un pueblo medio olvidado en el centro-sur de la Isla responder a un aviso de empleo de periodista en la metrópolis de San Juan?  Esa es la pregunta. Fueron pocos los límites, si alguno, que mi padre veía. Lo que para algunos podría ser un desastre, como entrar en algo para lo que no se tienen destrezas, Papi lo convertía en la oportunidad de su vida.

No fumaba, no bebía, no se anochecía, no jugaba juegos de azar y en el trabajo sólo se almorzaba un sandwich. Sin que esa ética personal signifique algo más de lo que debió significar para él, por otro lado, eran rasgos suyos que le permitieron abonar sus pequeños ingresos al beneficio de la familia.

Más adelante, fue un comerciante exitoso por cierto tiempo, aunque con un tropiezo inicial casi fatal que debió conjurar con un regreso temporero al periodismo. Sabemos que no paraba de trabajar ni de parir ideas, y así fue también de comerciante. Luego de dejar finalmente El Mundo, en los inicios de los 80, adquirió una empresa, ¡una verdadera ganga! de máquinas de pinballs, con todo y pick-up, pequeña, para mover las máquinas. Ahí puso todo su dinerito, y a trabajar en algo de lo que no tenía la más remota idea.

Lo que sucedió a continuación me hace recordar, de cierta manera, parte de la letra de la canción Pinball Wizzard, del grupo rock The Who: “Juega por el sentido del olfato… Ese niño sordo, mudo y ciego seguro que juega un pinball malo”. Luego de mucho tiempo de meterse a las barras y lugares sórdidos donde estaban colocadas, para colectar el dinero de sus máquinas, luego de cansarse de escuchar a los dueños de esas barras y friquitines decir que justamente esa misma madrugada se metieron en el negocio y se robaron el dinero destrozando las máquinas, luego de cansarse de que su vida corriera peligro metiéndose en lugares que no frecuentaba, tuvo que admitir que su primer negocio había sido un desastre emocional, sobre todo para mi madre Sally, y financiero.

Pero la estocada entera que le habían infligido la sintió realmente muy poco antes de tomar su decisión de abandonar el negocio. Para la época en que compraba el negocio ya estaban en diversos locales nuevas máquinas de juegos digitales, y él no se había enterado de ese cambio generacional. En verdad, no había comprado en ganga un negocio, más bien le había puesto en la mano del antiguo dueño el dinero que necesitaba para que comprara las máquinas competidoras más exuberantes, más variadas, flashy, digitales, esotéricas. Nadie jugaría las anticuadas y maltrechas máquinas de pinball de Papi.

El golpe le dio duro, pero pocos en la familia lo supieron. Esas cosas no se ventilan, aunque tuviese que ir a un pastizal a buscar verdolaga. Tenía que pensar rápidamente en algo si quería poner algún alimento en la mesa. Todavía quedaba un hijo en la casa y, en Chicago, mantenía ciertos compromisos de ayuda con algunos de mis otros hermanos que allá vivían. Pero pensar rápido nunca fue un problema para mi padre. Así que dio un paso en retroceso y regresó al periodismo, aunque de otra manera, pues los medios escritos no le reportarían el dinero suficiente. Y nuevamente dio “un palo” (en el argot periodístico, publicar o dar un notición), ya ustedes saben, como darle un batazo a alguien o algo.

Crear posiblemente el primer talk show noticioso matutino de la radio en Puerto Rico (habría que confirmarlo), a comienzos de 1980, cuando todavía los noticiarios radiales consistían de un locutor de cabina leyendo los despachos de las noticias de agencias en la mañana y algunos boletines durante el día, fue realmente innovador. Papi logró un espacio estelar de 6:00 a 8:00 de la mañana en WVJP-Caguas, y luego en la más poderosa Radio Tiempo, con su programa matutino Hoy en la mañana.

Fue una negociación en la que tuvo que convencer a los propietarios sobre la idoneidad del proyecto nunca visto antes, al menos por ellos. Fungió de productor, comentarista de noticias y contrató a su entonces amigo, excelente periodista de El Nuevo Día y gran conversador, Rubén Arrieta. Papi también salía a la calle como periodista y hacía sus entrevistas, llegaban legisladores y alcaldes que conocía al programa para ser entrevistados, y vendía los anuncios para su programa. Más tarde, pasaron por ese horario otros periodistas conocidos. Y rehizo con su esfuerzo el dinero perdido y las garantías emocionales que ofrece nadar en aguas conocidas, aunque estas fueran nuevas aguas. Pero, se ufanaba mi padre, era un excelente nadador que aprendió en ríos y lagos. Cuando visitábamos el balneario La Monserrate, en Luquillo, una vez al año en el verano, nos colocaba sobre su espalda y nadaba hacia las boyas, como un delfín, y nosotros nos creíamos ese delfín.

Pero, nuevamente, su nombre tampoco aparecerá como gestor innovador de un nuevo espacio de noticias, amenas, comentadas, con entrevistas a los que determinaban la vida pública del país, e incluso, ponía breaks musicales para trampear un poco el ritmo del programa. Nuevamente, ha sido invisibilizado. Papi no era independentista, no era socialista, era fiero crítico del comunismo, no era popular (ni populista) como la mayoría de los periodistas. Sin embargo, en la época en que el Departamento de Estado emitía credenciales de prensa (a lo que siempre me he opuesto, quien debe acreditar a un periodista es el medio para el cual trabaja) fue Papi, como periodista delegado en esa comisión y contra la opinión de muchos otros, quien apoyó que a los periodistas de Claridad (entonces semanario del Partido Socialista Puertorriqueño) se les otorgara una credencial de prensa. Era un medio con una línea política pública, pero eso no los hacía menos periodistas, decía. Y con eso concurro todavía.

Recientemente, una joven periodista se quejó de que antes (según le contaron) los periodistas mantenían muy buenas relaciones, al menos cordiales, con los políticos del país. Pero, ahora, las relaciones están gravadas y tensas. Y preguntó entonces, desde cuándo los políticos le habían tomado mala voluntad a los periodistas. El problema es que induce su pregunta una respuesta única: de fecha. Pero no se cuestiona la pregunta que hace y da por sentado una premisa que es falsa, la de que los políticos son los únicos responsables de esa tensión.

Cuando mi padre me llevaba a “cubrir” con él, ya adolescente, fui testigo de sus buenas relaciones con los políticos, excepto con algunos que trataba de lejitos porque, me aseguraba, eran corruptos. (De hecho, tiene el honor de haber sido agredido por la espalda por un nefasto y siniestro senador al que no le gustaron sus artículos sobre los oscuros negocios que tenía el político y que fueron portada de El Mundo.) Por otro lado, esas buenas relaciones no impedían, como decía, darles “el cantazo” a los políticos si era necesario, refiriéndose a por sus ejecutorias. Pero esa camada de periodistas sesentistas y setentistas no solía empujar sus ideales por encima de las realidades. Papi, por ejemplo, podía no estar de acuerdo con los ideales políticos del speaker Severo Colberg, como no lo estaba, y así muchos otros, pero era capaz de reconocer su valor intelectual, honrado y de trabajo de Colberg, y lo apreciaba. Y lo cubría con honestidad y apegado a los hechos que surgían, sin distorsionarlos, y hasta departían juntos en su oficina. En todo caso, era en las mesas editoriales donde se veían más las influencias y empujes políticos particulares.

Ya en los 80, década en la que comencé a tiempo completo en el periodismo, soy testigo de que eso cambió. La fuerza e influencia que habían logrado los periodistas, ahora con muchos más medios compitiendo por la venta de sus ejemplares (y anuncios) y noticiarios de televisión y radio en fiera lucha por prevalecer en los ratings, fue utilizada para empujar sus propias agendas, comenzaron cuestionamientos absurdos a los políticos y denuncias extrañas no necesariamente apegadas a la realidad, hasta el día de hoy, cuando se cometen masacres irresponsables. Cada periodista tenía su libro o se había formado con un propósito y lo ejecutaban. Los políticos inmediatamente reacionaron con el desapego y la denuncia de politización de los medios. En esta relación tensa, por supuesto, nadie queda exento de su responsabilidad. El académico y periodista español Jorge Carrión, en su ensayo “El fin del periodismo está siendo televisado” (en “Crónica y mirada: aproximaciones al periodismo narrativo”, compilación), aborda en parte esa relación. Pero regresemos.

Como decía, con las ganancias de su trabajo en Hoy en la mañana Papi abrió en Caguas la librería Books and Papers (con school supplyoffice supply y el mejor surtido de revistas que podía encontrarse en el mercado), negocio que también desconocía, pero no tardó en aprender. Con los años puso un kiosko de joyería de fantasía fina, una tienda de camisetas y gorras impresas en el negocio al momento con la imagen que trajeran o quisieran los clientes, una tienda de zapatos de niños, una tienda de ropa de niños y una cafetería a la que nunca le puso nombre, todas en Plaza del Carmen Mall, en Caguas, así como tres tiendas de zapatos Stride Rite entre Tampa y Miami (algunos hermanos me dicen que fueron más). Su esfuerzo pagaba. El sudor del hombre 24/7 abonaba la cosecha con creces.

Con el tiempo, B&B Traders, Corp. [Betancourt-Burgos] cayó como un castillo de naipes. En algún momento se colaron indicios de aquella enfermedad del olvido, que desde entonces nunca lo abandonó, y los errores financieros y estratégicos fueron tan monumentales como su quiebra. Antes de borrar la memoria, esa enfermedad ataca el juicio de sus víctimas.

No obstante, había que poner pan en la mesa y siguió trabajando como si fuera su primer empleo. Se dedicó entonces a vender productos de promociones por catálogo que muchos ya conseguían online. ¡Y hasta algo vendía! Las penas me desgarraban, pero yo no tenía con qué ayudarlo. Posiblemente, debí poner mayor empeño en generar mayores ingresos y ayudarle, pero siempre le he tenido una aversión al dinero, por naturaleza o inconsciente. Ni cuando no tenía gastos en la adolescencia pude disfrutar del dinero que generaba mientras repartía El Mundo, inclusive cuando llegué a repartir hasta 160 ejemplares al día. O se me caía el dinero de los bolsillos o dejaba de cobrar sin darme cuenta, o qué se yo. Lo que realmente me gustaba era levantarme a las 4:00 de la mañana, ir en bicicleta a buscar el periódico en la estación y repartirlo con el frío mañanero azotando mi cara y los pelos largos que siempre tuve. Y así hoy día, más o menos.

Recuerdo vívidamente una historia que me contó y me dejó quebrado de dolor. Ya en sus 70 y pico de años, venía de intentar vender en Bayamón o Guaynabo unos artículos de promoción cuando camino a Caguas en la noche (tuvo dificultades para encontrar la ruta hacia su casa) se le explotó una goma al carro bajo un intenso aguacero. Y sin pensarlo dos veces se bajó, sin paraguas ni nada que lo cubriera ni alumbrara, pasó las mil dificultades en desmontar la goma y montar otra, a su edad, y por fortuna de sus fuertes manos y brazos, lo logró. No reventé a llorar al imaginar la escena de ese hombre envejecido y cansado, en la noche, bajo la lluvia, y solitario, porque su cara de regocijo me lo decía todo, y ese era su mensaje: todavía puedo, siempre he podido salir de los problemas por pura voluntad, sin importar las circunstancias. Aún así, cada vez que recuerdo esa historia, y la recuerdo frecuentemente, no logro impedir que se me aprieta el pecho.

La enfermedad del olvido, siniestra, maldita, no deja nada al azar. Como cualquier Gestapo se lleva no sólo la memoria sino las funciones que el cuerpo debe recordar para vivir. Ahora Sally, mi madre, debió continuar su dura tarea y desmohecer sus habilidades de cuido que con tanto afán había cultivado con sus siete hijos. Pero es como guiar bicicleta, nunca se olvida. Sólo que esta vez los años reducen la estámina del cuidador y aumentan el peso del cuidado. Mientras tanto, él murmuraba incoherencias que con gran facilidad mi madre interpretaba, como una conversación de otro día cualquiera. Y así murió, sin recordar una extraordinaria vida, dura, de lucha, de éxitos donde nadie le hubiese apostado un chavo, de algunos fracasos también. Y sin que nos diera el tiempo suficiente para colmarlo de besos cuando él hubiese podido reconocerlos.

Si llego a saber tempranamente que me convertiría en escritor hubiera llevado una grabadora conmigo toda mi vida para grabarlo. Pero, al menos, la memoria fija con mejores filtros lo que debe quedar grabado.

Esta es sólo una historia de las muchas historias que se pueden contar de los padres de mi generación, también en retirada. El trabajo duro, sin opciones y por la familia, que entonces era el valor principal, sino el único, ha devenido en otra cosa, aunque no es una crítica ni siento nostalgia por ello. Sé muy bien, muy bien, que el oficio de periodista es ingrato, qué carajo. Lo que no debe ser ingrato es el oficio de ser hijo.

Y sí, con toda honestidad, me hubiese dedicado a ser taxista sin problema alguno, o chofer de guaguas entre Cayey y Caguas, que me gustaba más.

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